domingo, 7 de junio de 2015

Ángelus del Papa Francisco del domingo 7 junio: EUCARISTÍA Y CARIDAD.



Es el día de Corpus Christi, como se dice en su denominación latina. Celebramos, pues la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo… Sabemos –Cristo nos lo ha dicho—que Dios es amor. Y la prueba máxima de ese amor es la presencia permanente de Jesús, el Maestro, en el sacramento de la Eucaristía por voluntad de la Trinidad Santísima. Con ello, Padre, Hijo y Espíritu Santo forman parte de este prodigio maravilloso, que todo un Dios esté en un poco de pan, en un poco de vino. La comunión del Cuerpo y Sangre de Cristo nos acompaña todos los días, pero hoy lo celebramos especialmente como prueba directa de nuestro agradecimiento ante tal milagro, siempre vivo y presente.
Esta celebración nos lleva a pensar en dos cosas: Primero en la debida reverencia que debemos dar a la Presencia real de Cristo en la Eucaristía y, luego, en la dignidad y trascendencia que le damos a este momento de encuentro con él  y como comunidad.
El fragmento del Evangelio de San Marcos que se proclama a continuación narra con precisión y maestría el momento de la Instauración del Sacramento de la Eucaristía. 
Las palabras de Jesús que nos muestra Marcos han sido, desde hace muchos siglos, la fórmula litúrgica en el momento de la consagración:  
“Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre”.
La Eucaristía,
 fuerza para los débiles y
 perdón para los pecadores
La Eucaristía actualiza la Alianza que nos santifica, 
nos purifica y nos une en comunión con Dios,
 el Papa desde San Juan de Letrán.
La tarde del jueves 4 de junio el Papa Francisco presidió la Misa en la Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo desde el atrio de la Basílica de San Juan de Letrán, para luego dar inicio a la Procesión Eucarística hasta la no muy lejana Basílica de Santa María la Mayor.
Homilía del Papa Francisco en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, ante la basílica de San Juan de Letrán (4-6-2015)

Lo hemos escuchado: en la Última Cena, Jesús da su Cuerpo y su Sangre a través del pan y del vino, para dejarnos el memorial de su sacrificio de amor infinito. Y en este «viático» lleno de gracia, los discípulos tienen todo lo que necesitan para su camino a lo largo de la historia, para hacer extensivo a todos el Reino de Dios. Luz y fuerza será para ellos el don que Jesús hizo de sí al inmolarse voluntariamente en la cruz. ¡Y este Pan de vida ha llegado hasta nosotros! El estupor de la Iglesia ante esta realidad nunca tiene fin. Se trata de un estupor que alimenta siempre la contemplación, la adoración y la memoria. Nos lo demuestra un texto muy hermoso de la liturgia de hoy, el Responsorio de la Segunda Lectura del Oficio de Lecturas, que dice así: «Reconoced en el pan lo que estuvo colgado en la cruz; en el cáliz, lo que manó del costado. Tomad, pues, y comed el cuerpo de Cristo; tomad y bebed la sangre de Cristo. Ya estáis hechos, vosotros, miembros de Cristo. Para que no viváis separados, comed al que es vínculo de vuestra unión; para que no os estiméis en poco, bebed vuestro precio».

Hay un peligro, una amenaza: vivir separados, estimarnos en poco. ¿Qué significa, hoy, este «vivir separados» y «estimarnos en poco»?

Vivimos separados cuando no somos dóciles a la Palabra del Señor, cuando no vivimos la fraternidad entre nosotros, cuando competimos por ocupar los primeros puestos —los arribistas—, cuando no tenemos el valor de testimoniar la caridad, cuando no somos capaces de ofrecer esperanza. Así vivimos separados. La Eucaristía nos permite dejar de vivir separados, porque es vínculo de comunión, es cumplimiento de la Alianza, signo vivo del amor de Cristo, que se humilló y aniquiló para que permaneciéramos unidos. Al participar en la eucaristía y al alimentarnos de ella, nos insertamos en un camino que no admite divisiones. Cristo presente en medio de nosotros, en el signo del pan y del vino, exige que la fuerza del amor supere todo desgarramiento, y al mismo tiempo que se convierta en comunión incluso con el más pobre, en apoyo para el débil, en atención fraternal dirigida a aquellos a los que les cuesta aguantar el peso de la vida diaria y corren el peligro de perder la fe.

Y después, la otra palabra: ¿Qué significa hoy para nosotros «estimarnos en poco», es decir diluir nuestra dignidad cristiana? Significa dejarnos contaminar por las idolatrías de nuestro tiempo: las apariencias, el consumo, el yo en el centro de todo, pero también la competitividad, la arrogancia como actitud ganadora, el no deber jamás admitir que uno se ha equivocado o que uno está necesitado. Todo esto hace que nos estimemos en poco; nos convierte en cristianos mediocres, tibios, insípidos, paganos.

Jesús derramó su sangre como precio y como purificación, para que fuéramos purificados de todo pecado: para no estimarnos en poco, mirémoslo a él, abrevémonos en su fuente, para quedar preservados del riesgo de la corrupción. Y entonces experimentaremos la gracia de una transformación: seguiremos siendo pobres pecadores, pero la Sangre de Cristo nos liberará de nuestros pecados y nos devolverá nuestra dignidad. Nos librará de la corrupción. Sin mérito nuestro, con humildad sincera, podremos llevar a los hermanos el amor de nuestro Señor y Salvador. Seremos sus ojos, que van en busca de Zaqueo y de la Magdalena; seremos su mano, que socorre a los enfermos en el cuerpo y en el espíritu; seremos su corazón, que ama a los necesitados de reconciliación, de misericordia y de comprensión.

Así la eucaristía actualiza la Alianza que nos santifica, que nos purifica y que nos une en comunión admirable con Dios. Así aprendemos que la eucaristía no es un premio para los buenos, sino la fuerza para los débiles, para los pecadores. Es el perdón, es el viático que nos ayuda a andar, a caminar.

Hoy, fiesta del Corpus Christi, tenemos la alegría no solo de celebrar este misterio, sino también de alabarlo y cantarlo por las calles de nuestra ciudad. Que la procesión que celebraremos al final de la misa logre expresar nuestra gratitud por todo el camino que Dios nos ha permitido recorrer a través del desierto de nuestras pobrezas, para hacernos salir de la condición servil, alimentándonos mediante el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.

Dentro de poco, cuando caminemos por la calle, sintámonos en comunión con tantos hermanos y hermanas nuestros que no tienen la libertad de expresar su fe en el Señor Jesús. Sintámonos unidos a ellos: cantemos con ellos, alabemos con ellos, adoremos con ellos. Y veneremos en nuestro corazón a esos hermanos y hermanas a los que se les ha pedido el sacrificio de su vida por fidelidad a Cristo: que su sangre, unida a la del Señor, sea prenda de paz y de reconciliación para el mundo entero.

Y no lo olvidemos: «Para que no viváis separados, comed al que es vínculo de vuestra unión; para que no os estiméis en poco, bebed vuestro precio».






¡Queridos hermanos y hermanas, 
buenos días!
Hoy se celebra en muchos países, entre los cuales Italia, la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, o, según la más conocida expresión latina, la solemnidad del Corpus Domini.
El Evangelio presenta el relato de la institución de  la Eucaristía, cumplida por Jesús durante la Última Cena, en el cenáculo de Jerusalén. La víspera de su muerte redentora sobre la cruz, Él realizó aquello que habia anunciado: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo…  El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,51.56), así dijo el Señor. Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi Cuerpo» (Mc 14,22). Con este gesto y con estas palabras, Él asigna al pan una función que no es más aquella del simple nutrimiento físico, sino aquella de hacer presente a su Persona en medio de la comunidad de los creyentes.
La Última Cena representa el punto de llegada de toda la vida de Cristo. No es solamente anticipación de su sacrificio que se cumplirá sobre la cruz, sino también síntesis de una existencia ofrecida para la salvación de la humanidad entera. Por lo tanto, no basta afirmar que en la Eucarístia está presente Jesús, sino que se debe ver en ella la presencia de una vida donada y de ella tomar parte. Cuando tomamos y comemos aquel Pan, nosotros venimos asociados a la vida de Jesús, entramos en comunión con Él, nos comprometemos en realizar la comunión entre nosotros, a transformar nuestra vida en don, sobre todo a los más pobres.
La fiesta de hoy evoca este mensaje solidario y nos empuja a  recibir la intíma invitación a la conversión y al servicio, al amor y al perdón. Nos estimula a convertirnos, con la vida, en imitadores de aquello que celebramos en la liturgia. El Cristo, que nos nutre bajo las especies consagradas del pan y del vino, es el mismo que nos sale al encuentro en los eventos cotidianos; está en el pobre que extiende la mano, está en el sufriente que implora ayuda, está en el hermano que pide nuestra disponibilidad y espera nuestra acogida. Está en el niño que no sabe nada de Jesús, de la salvación, que no tiene fe. Está en todo ser humano, también en el más pequeño e indefenso.
La Eucaristía, fuente de amor para la vida de la Iglesia, es escuela de caridad y de solidaridad. Quien se nutre del Pan de Cristo no puede permanecer indiferente ante aquellos que no tiene el pan cotidiano. Y hoy – lo sabemos- es un problema cada vez más grave.
 Que la fiesta del Corpus Domini inspire y alimente cada vez más en cada uno de nosotros el deseo y el compromiso por una sociedad receptiva y solidaria. Depongamos estos deseos en el corazón de la Virgen María, Mujer eucarística. Ella suscite en todos la alegría de participar a la Santa Misa, especialmente el domingo, y el valor alegre de testimoniar la infinita caridad de Cristo.



Saludos del Papa Francisco tras el Ángelus:

Queridos hermanos y hermanas,
Leo allí: Bienvenido… ¡gracias! Porque, ayer fui a Sarajevo, en Bosnia y Herzegovina, como peregrino de paz y esperanza. Sarajevo es una ciudad-símbolo. Durante siglos ha sido un lugar de convivencia entre pueblos y religiones, tanto, de ser llamada la “Jerusalén de Occidente”.
En el pasado reciente se ha convertido en un símbolo de las destrucciones y de la guerra. Ahora se encuentra en un bello proceso de reconciliación, y sobre todo por eso he ido: para alentar este camino de convivencia pacífica entre pueblos diferentes; un camino cansador, difícil, ¡pero posible! ¡Y lo están haciendo bien! Renuevo mi reconocimiento a las Autoridades y a todos los ciudadanos por la cálida acogida. Doy las gracias a la comunidad católica, a la que he querido llevar el afecto de la Iglesia universal, y agradezco también en particular a todos los fieles, ortodoxos, musulmanes, judíos y a los de las otras minorías religiosas. He apreciado el compromiso de colaboración y solidaridad entre estas personas que perteneces a religiones diferentes, instando a todos a llevar adelante la obra de reconstrucción espiritual y moral de la sociedad. Trabajan juntos como verdaderos hermanos. Que el Señor bendiga a Sarajevo y Bosnia y Herzegovina.

El próximo viernes, es la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Pensemos en el amor de Dios… ¡cómo nos ha amado! En el corazón de Jesús está todo este amor. Se celebra también el Día Mundial contra el trabajo Infantil. Muchos niños en el mundo no tienen la libertad de jugar, de ir a la escuela y terminan siendo explotados como mano de obra. Espero el compromiso atento y constante de la Comunidad internacional para la promoción del reconocimiento activo de los derechos de la infancia.
Y ahora saludo a todos ustedes, queridos peregrinos de Italia y de diversos países. Veo banderas de diferentes países; en particular, saludo a los fieles de Madrid, Brasilia y Curitiba; y los de Chiavari, Catania y Gottolengo (Brescia). Les deseo a todos un buen domingo. Por favor no se olviden de rezar por mí. Buen almuerzo y hasta pronto.



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