sábado, 11 de mayo de 2013

Domingo 7 de Pascua – C “La ascensión del Señor”


¡ FIESTA DE ALABANZA!

“Alzando sus manos, los bendijo.
Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo” 

La obra de Jesús en el mundo, ha llegado a su cumbre. La obra que comenzó en el corazón del Padre, culmina nuevamente en él. El “Cielo” hacia el cual sube Jesús es el mismo Dios, que es el mundo propio de Dios. Y subido al cielo, “está sentado a la derecha del Padre”, es decir, que aún como hombre ha entrado en el mundo de Dios y ha sido constituido –como dice San Pablo- Señor y Cabeza de todas las .La Ascensión de Jesús expresa entonces victoria y soberanía en el tiempo y en el espacio, porque en su subida al cielo -donde no hay espacio ni tiempo- él llena de sí mismo a todo el universo. Aquél que bajó del cielo por su encarnación e introdujo en la carne humana la gloria de la divinidad (“Hemos visto su gloria”, Juan 1,14), subiendo al cielo introduce a la humanidad en la divinidad. En la Ascensión contemplamos el estado que Jesús ha alcanzado como lo que será la situación definitiva de la humanidad. Es así –con un gesto sin palabras- como Jesús nos indica la dirección correcta por la cual está llamada a realizarse la historia humana y también la historia de toda la creación. Nuestra meta es Cristo, constituido por su resurrección como nuestro “cielo”, el punto de convergencia a donde apuntan todos nuestros caminos. Jesús es la plenitud de la vida del universo. Jesús nos ha precedido en la morada eterna y el estado definitivo, para darnos esperanza firme de que donde está Él, cabeza y primogénito, estaremos también nosotros, sus miembros.
La de hoy es una gran fiesta de alabanza, en la que proclamamos que Jesús es el “Señor”, el “hombre perfecto”, el “principio y cabeza” de lo creado. El proyecto salvador de Dios sobre el mundo se ha realizado en el Cuerpo de Cristo. Por nuestra parte, nosotros tomamos conciencia de que Jesús es nuestra esperanza, nuestro presente y nuestro futuro, que nos aguarda un futuro glorioso, un futuro que se anticipa hoy en el gozo de la comunidad y en la responsabilidad histórica que tenemos de cara al mundo en vivimos.












Lucas  24: 46 - 53

46
y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día
47
y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén.
48
Vosotros sois testigos de estas cosas.
49
«Mirad, y voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto.»
50
Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo.
51
Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo.
52
Ellos, después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo,
53
y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios.



(24,46-48)  Lo primero que hace Jesús es recordarles la importancia del kerigma misionero: “el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto”. Estas son las poderosas palabras del primer anuncio salvador, pero con un agregado. Como a los de Emaús (24,26) les vuelve a explicar las escrituras en relación al Mesías -que debía sufrir y resucitar- pero esta vez le agrega una pieza: la necesidad de la predicación. La Pasión y la Resurrección debe desembocar en la predicación apostólica y universal, a partir de Jerusalén. La Escritura anuncia la salvación para todos los pueblos por la Pasión y Resurrección de Cristo y esta es la sustancia y el verdadero objetivo de toda evangelización que “comenzando desde Jerusalén” no debía descansar hasta abarcar “todas las naciones”. La salvación comienza a predicarse en Jerusalén porque “la salvación viene de los judíos” (Jn 4,22b). Sin embargo, en Abraham ya fueron bendecidas todas las naciones: “por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gn 12,3); así que empezando por Jerusalén debe llegar hasta el último rincón de “los confines del mundo” (Mt 28,20b) conocido.


Además de los límites, Jesús da el modo. La proclamación debe hacerse “en Su nombre”. Parece querer darles la clave de la eficacia. No ir solos ni con las solas fuerzas humanas. Sino concientes de que están cumpliendo un encargo suyo y todo debe quedar bajo su acción. El nombre de Jesús es su presencia activa, es el único que tiene poder y fuerza salvadora: “Porque no existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación” (Hch 4,12). Cuando los apóstoles predican en nombre de Jesús cuentan con la promesa “Yo estaré siempre con ustedes” (Mt 28,20a).

Se anuncia “conversión para el perdón de los pecados”. La conversión (decisión de cambiar de vida) aparece como el presupuesto para el perdón de los pecados


 (24,49) Después de la Ascensión viene el “tiempo de la Iglesia” como “tiempo de testimonio y de misión”, imposible sin la fuerza del Espíritu Santo: “Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí. Y ustedes también darán testimonio, porque están conmigo desde el principio” (Jn 15,26-27). Testimonio y Espíritu Santo parecen ser dos realidades inseparables. Por eso, inmediatamente después de decirles que ellos deben ser testigos de la muerte y la resurrección como del encargo misionero, viene la promesa de la “fuerza de lo alto”: “Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto”


(24,50-51) El que todavía no había bendecido nunca a sus apóstoles, ahora les da una bendición solemne: “Y elevando sus manos, los bendijo”. El acto de elevar las manos y bendecir muestra a Jesús como Sacerdote realizando un gesto litúrgico.
Antes de separarse de ellos, les imparte toda la fuerza del Crucificado – Resucitado: “Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo”. Aunque físicamente se separe, la acción continúa: su bendición queda con ellos y llega hasta nosotros. Lucas deja claro que estamos frente al momento de la despedida de Jesús, los días de las apariciones del Resucitado llegaron a su fin. Todo lo que Él había regalado en la tierra después de su Resurrección apareciéndose, ya no volvería a suceder. La glorificación de Jesús se expresa en el símbolo espacial de “ser llevado al cielo”. Con él se cierra el ciclo de las “apariciones”.




(24,52-53) empieza describiendo una actitud y una emoción: “Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría”. Lo primero es una actitud, también litúrgica, pero de mucha adoración y respeto. Tal como había
sucedido frente a la bendición del sumo sacerdote Simón que la comunidad se postró en adoración, así también ahora los apóstoles se postran ante el Señor que, con sus manos en alto y bendiciéndolos, se aleja.







Luego, la comunidad cumple obedientemente el último encargo del Señor: “volvieron a Jerusalén”. Pero los apóstoles y amigos de Jesús, lejos de quedar tristes por su partida, dice que regresaron “con gran alegría”. Recibiendo la bendición, confiando en la fuerza que vendría de lo alto, viendo la gloria que seguro tendría el Resucitado mientras ascendía e imaginando su entrada triunfal en el cielo, Lucas da testimonio de la alegría que los inundaba. ¡El Maestro ha vencido! Mientras desandan el camino hacia la ciudad, seguro iban diciéndose entre ellos: “Se ha ido, ¡pero volverá!”, “se ha ido, ¡pero se queda también con nosotros!”. Recordarían las palabras meditadas el domingo pasado: “Me voy, pero volveré a ustedes. Si me amaran se alegrarían de que vuelva junto al Padre” (Jn 14,28). Este era el sentir de los apóstoles y discípulos aquel día de la Ascensión. Éste debe ser el sentir de los actuales seguidores de Jesús mientras siguen caminamos por este mundo.








«La Ascensión de tu Hijo,
es ya nuestra victoria»








Hacia nuestra propia ascensión
Las tristezas y alegrías en este mundo, son pasjeras
Autor: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Retiros y homilías del Padre Nicolás Schwizer



¿Cómo está Cristo con nosotros, en nuestra tierra?


Cristo está presente. Cristo está aquí, en la tierra, con nosotros, y ya no nos abandonará jamás. Está presente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía. Está presente en la comunidad cristiana. Está presente en nuestro corazón que es un templo de Cristo y del Dios Trino.



La Ascensión del Señor, nos quiere revelar algo más que su presencia invisible en medio de nosotros. Nos revela cómo se va a acabar nuestro destino, nuestra vida terrenal. Creo que ésta es una pregunta que nos inquieta a todos. Y la fiesta de la Ascensión del Señor nos da la respuesta: nuestro final será una ascensión.

Algún día nos encontraremos en el cielo, lo mismo que ahora estamos reunidos en la tierra. Nuestra presencia en cada misa dominical, no hace más que prefigurar, anunciar y preparar esa gran asamblea final en torno al Señor. Al final de la misa la vida nos dispersará; pero será solo algo transitorio, hasta que llegue la hora de nuestra ascensión final.

Todo es transitorio: alegrías, tristezas, bienes...
Porque todo lo que pasa aquí abajo en esta tierra es transitorio. Cuántas veces nos desanimamos por cualquier contrariedad, cualquier sufrimiento y cruz, diciendo: no es posible que Dios exista y permita estas cosas; no es posible que Dios dirija nuestra vida y que la transforme de esta manera. Sí, es verdad que las cosas no nos resultan siempre fáciles. Pero esperemos, tengamos paciencia, no juzguemos hasta haber visto el final. Porque sabemos ya por experiencia que después de la Pasión y del Calvario viene siempre la Resurrección y la Ascensión.

Por eso, toda tristeza es transitoria. Somos desgraciados, pero solamente por un tiempo breve.

¿Por qué recé y no me escuchó Dios? Porque Dios se reserva el derecho de darme muchas cosas y mucho mejores que las que yo me atreví a pedirle.
¿Por qué sigo enfermo, sin fuerzas? Porque pronto quedaré curado para siempre.
¿Por qué tengo que lamentar la muerte de una persona querida?

¿O por qué la vida me separa de los únicos con quienes me gusta vivir? Porque pronto me encontraré reunido para siempre.

También la alegría, toda alegría de este mundo, es pasajera. Los hijos saben que no pueden tener siempre consigo a sus padres. Los padres saben también que no guardarán
para siempre a sus pequeños. Y lo mismo la mujer a su marido, el marido a su mujer, y así todas las personas que se aman. No existe más que un solo lugar definitivo en el que nos juntaremos para siempre, y este sitio no está aquí abajo en esta tierra.

Lo mismo con nuestros bienes: No podemos llevarlos con nosotros: los perderemos todos. Algún día, nuestras manos se abrirán para entregarlos todo. Hoy todavía estamos a tiempo de abrirlas para ofrecerlos libremente. Porque todo lo que no ofrezcamos a Dios, lo vamos a perder.

Llevar el mundo a Dios. En todas las Misas, ofrecemos un poco de pan, un poco de vino - en representación de nosotros mismos, de nuestras vidas, de nuestros trabajos, de nuestros bienes. Y el sacerdote tomará todo esto y luego lo consagrará llevándolo al mundo de Dios.

Así en cada una de nuestras Misas, un poco de nuestro mundo pasa a formar parte del mundo del otro mundo.
En cada una de las Misas, tiene lugar la ascensión de un poco de tierra al cielo.
En cada una de las Misas, los cristianos, estamos invitados a elevarnos, a separarnos un poco de la tierra, a dar un paso hacia el mundo de Dios.




















PRIMERA PARTE 
LA PROFESIÓN DE LA FE

SEGUNDA SECCIÓN:
LA PROFESIÓN DE LA FE CRISTIANA

CAPÍTULO SEGUNDO
CREO EN JESUCRISTO, HIJO ÚNICO DE DIOS

ARTÍCULO 7 
“DESDE ALLÍ HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS”

I. Volverá en gloria
Cristo reina ya mediante la Iglesia ...
668 "Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos" (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está "por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación" porque el Padre "bajo sus pies sometió todas las cosas"(Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En Él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.
669 Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). "La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio"(LG 3), "constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra" (LG 5).
670 Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la "última hora" (1 Jn 2, 18; cf. 1 P 4, 7). "El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta" (LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).
... esperando que todo le sea sometido
671 El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado "con gran poder y gloria" (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Ts 2, 7), a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co15, 28), y "mientras no [...] haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios" (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: "Ven, Señor Jesús" (Ap 22, 20; cf. 1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
672 Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la "tribulación" (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia (cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).
El glorioso advenimiento de Cristo, esperanza de Israel
673 Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (cf Ap 22, 20) aun cuando a nosotros no nos "toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad" (Hch 1, 7; cf. Mc 13, 32). Este acontecimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento (cf. Mt 24, 44: 1 Ts 5, 2), aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder estén "retenidos" en las manos de Dios (cf. 2 Ts 2, 3-12).
674 La venida del Mesías glorioso, en un momento determinado de la historia (cf. Rm 11, 31), se vincula al reconocimiento del Mesías por "todo Israel" (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que "una parte está endurecida" (Rm 11, 25) en "la incredulidad" (Rm 11, 20) respecto a Jesús . San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: "Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas" (Hch 3, 19-21). Y san Pablo le hace eco: "si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?" (Rm 11, 5). La entrada de "la plenitud de los judíos" (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de "la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al pueblo de Dios "llegar a la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13) en la cual "Dios será todo en nosotros" (1 Co 15, 28).
La última prueba de la Iglesia
675 Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el "misterio de iniquidad" bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2 Ts 2, 4-12; 1Ts 5, 2-3;2Jn 7; 1 Jn 2, 18.22).
676 Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf. DS 3839), sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, "intrínsecamente perverso" (cf. Pío XI, carta enc. Divini Redemptoris, condenando "los errores presentados bajo un falso sentido místico" "de esta especie de falseada redención de los más humildes"; GS 20-21).
677 La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (cf. 2 P 3, 12-13).
II. «Para juzgar a vivos y muertos»
678 Siguiendo a los profetas (cf. Dn 7, 10; Jl 3, 4; Ml 3,19) y a Juan Bautista (cf. Mt 3, 7-12), Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno (cf. Mc 12, 38-40) y el secreto de los corazones (cf. Lc 12, 1-3; Jn 3, 20-21; Rm 2, 16; 1 Co 4, 5). Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios (cf Mt 11, 20-24; 12, 41-42). La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino (cf. Mt 5, 22; 7, 1-5). Jesús dirá en el último día: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40).
679 Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. "Adquirió" este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado "todo juicio al Hijo" (Jn 5, 22; cf. Jn 5, 27; Mt 25, 31;Hch 10, 42; 17, 31; 2 Tm 4, 1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar (cf. Jn3,17) y para dar la vida que hay en él (cf. Jn 5, 26). Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo (cf. Jn 3, 18; 12, 48); es retribuido según sus obras (cf. 1 Co 3, 12- 15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor (cf. Mt 12, 32; Hb 6, 4-6; 10, 26-31).







Salmo 46
R/. Entre voces de júbilo, Dios asciende a su trono. Aleluya.

Aplaudan, pueblos todos;
aclamen al Señor, de gozo llenos;
que el Señor, el Altísimo, es terrible
y de toda la tierra, rey supremo. R/.

Entre voces de júbilo y trompetas,
Dios, el Señor, asciende hasta su trono.
Cantemos en honor de nuestro Dios,
al rey honremos y cantemos todos. R/.

Porque Dios es el rey del universo,
cantemos el mejor de nuestros cantos.
Reina Dios sobre todas las naciones
desde su trono santo. R/.










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