El Reino de Dios se nos da
gratuitamente; el hombre se “lo encuentra”, después “va a vender todo lo que
tiene”. El Reino de Dios necesita un esfuerzo positivo y un ejercicio constante
de la libertad personal para seguir a Jesucristo en el día a día de nuestra
vida.
El
proyecto del «Reino de los cielos», según la expresión de Mateo, se
convierte para muchas personas en una alegre pero exigente sorpresa, que en el
caminar normal de la vida se produjo por medio de un encuentro afortunado que
impregnó de una gran riqueza la existencia. Ese Reino trajo una exigencia, que
genera al mismo tiempo inseguridad, pues se descubre que es necesario venderlo
todo, despojarse de muchos «bienes» que atan, e ir al encuentro de la absoluta
posesión del Reino, como su mayor riqueza. Quien ha descubierto desde su
práctica concreta en la vida, los valores del Reino... encontró su mejor
tesoro, la mejor perla que podía estar buscando extraviadamente en otros
rincones.
Las dos
parábolas iniciales (del tesoro escondido y de la perla) parece que se
contrapusieran a la llamada e invitación de Jesús a dejar bienes y riquezas
para seguirlo. Sin embargo nos enseñan las parábolas, que el Reino es la mayor
riqueza para el seguidor de Jesús: Luego de sentir la llamada de Jesús y de
descubrir el Reino, el camino se debe seguir con alegría, porque se ha
encontrado todo.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Las breves semejanzas propuestas por la liturgia del día son la
conclusión del capítulo del Evangelio de Mateo dedicado a las parábolas del
Reino de Dios (13, 44-52). Entre éstas hay dos pequeñas obras de arte: las
parábolas del tesoro escondido en el campo y la de la perla de gran valor.
Ellas nos dicen que el descubrimiento del Reino de Dios puede producirse improvisamente
como para el campesino que, arando, encuentra el tesoro inesperado; o después
de una larga búsqueda, como para el mercante de perlas que, finalmente,
encuentra la perla preciosísima soñada desde hacía tanto tiempo. Pero en ambos
casos, permanece el dato primario que el tesoro y la perla valen más que todos
los otros bienes y, por tanto, el campesino y el mercante, cuando los
encuentran, renuncian a todo lo demás para poder comprarlos. No tienen
necesidad de hacer razonamientos, o de pensar, o de reflexionar: se dan cuenta
inmediatamente del valor incomparable de lo que han encontrado, y están
dispuestos a perder todo con tal de tenerlo.
Así es para el Reino de Dios: quien lo encuentra no tiene dudas, siente
que es lo que buscaba, lo que esperaba y que responde a sus aspiraciones más
auténticas. Y es verdaderamente así: quien conoce a Jesús, quien lo encuentra
personalmente, permanece fascinado, atraído por tanta bondad, tanta verdad,
tanta belleza, y todo en una gran humildad y sencillez.
Buscar a Jesús, encontrar a Jesús, éste es el gran tesoro. Cuántas
personas, cuántos santos y santas, leyendo con corazón abierto el Evangelio, se
han sentido tan conmovidos por Jesús, que se han convertido a Él.
Pensemos en
san Francisco de Asís: él ya era cristiano, pero un cristiano “al agua de
rosas”. Cuando leyó el Evangelio, en un momento decisivo de su juventud,
encontró a Jesús y descubrió el Reino de Dios, y entonces todos sus sueños de
gloria terrena se desvanecieron. El Evangelio te hace conocer a Jesús verdadero,
te hace conocer a Jesús vivo; te habla al corazón y te cambia la vida. Y
entonces sí, dejas todo. Puedes cambiar efectivamente el tipo de vida, o seguir
haciendo lo que hacías antes, pero tú eres otro, has renacido: has encontrado
lo que da sentido, lo que sabor, que da luz a todo, también a las fatigas,
también a los sufrimientos y también a la muerte. Leer el Evangelio, leer el
Evangelio. Hemos hablado de esto. ¿Se acuerdan? Cada día leer un pasaje del
Evangelio, y también llevar un pequeño Evangelio con nosotros, en el bolsillo,
en la cartera. En cualquier caso tenerlo a mano. Y allí, leyendo un pasaje
encontraremos a Jesús.
Todo adquiere sentido cuando allí, en el Evangelio, encuentras este
tesoro, que Jesús llama “el Reino de Dios”, es decir Dios, que reina en tu
vida, en nuestra vida; Dios que es amor, paz y alegría en cada hombre y en
todos los hombres. Esto es lo que Dios quiere, es aquello por lo cual Jesús se
ha dado a sí mismo hasta morir en una cruz, para liberarnos del poder de las
tinieblas y trasladarnos al reino de la vida, de la belleza, de la bondad, de
la alegría. Leer el Evangelio es encontrar a Jesús, es tener esta alegría
cristiana, que es un don del Espíritu Santo.
Queridos hermanos y hermanas, la alegría de haber encontrado el tesoro
del Reino de Dios se transparenta, se ve. El cristiano no puede tener escondida
su fe, porque transluce en cada palabra, en cada gesto, incluso en los más
simples y cotidianos: transluce el amor que Dios nos ha dado mediante Jesús.
Oremos, por intercesión de la Virgen María, para que venga a nosotros y al
mundo entero su Reino de amor, de justicia y de paz.
FUENTE:
El Evangelio nos está
invitando siempre a revisar nuestra escala de valores. Y a que no pongamos
ningún valor por encima del Reino de Dios.
LA PROFESIÓN DE LA FE
SEGUNDA SECCIÓN:
LA PROFESIÓN DE LA FE CRISTIANA
CAPÍTULO SEGUNDO
CREO EN JESUCRISTO, HIJO ÚNICO DE DIOS
ARTÍCULO 3
"JESUCRISTO FUE CONCEBIDO POR OBRA Y GRACIA
DEL ESPÍRITU SANTO Y NACIÓ DE SANTA MARÍA VIRGEN"
Párrafo 3
LOS MISTERIOS DE LA VIDA DE CRISTO
547 Jesús acompaña sus palabras con numerosos "milagros, prodigios y signos" (Hch 2, 22) que manifiestan que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (cf, Lc 7, 18-23).
548 Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (cf. Jn 5, 36; 10, 25). Invitan a creer en Jesús (cf. Jn 10, 38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5, 25-34; 10, 52). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es Hijo de Dios (cf. Jn 10, 31-38). Pero también pueden ser "ocasión de escándalo" (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos (cf. Jn 11, 47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (cf. Mc 3, 22).
549 Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6, 5-15), de la injusticia (cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de la muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf. Lc 12, 13. 14; Jn 18, 36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8, 34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.
550 La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf. Mt 12, 26): "Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios" (Mt 12, 28). Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf Lc 8, 26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre "el príncipe de este mundo" (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: Regnavit a ligno Deus ("Dios reinó desde el madero de la Cruz", [Venancio Fortunato, Hymnus "Vexilla Regis": MGH 1/4/1, 34: PL 88, 96]).
CUARTA PARTE
LA ORACIÓN CRISTIANA
SEGUNDA SECCIÓN
LA ORACIÓN DEL SEÑOR:
«PADRE NUESTRO»
ARTÍCULO 3
LAS SIETE PETICIONES
2816 En el Nuevo Testamento, la palabra basileia se puede traducir por realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar, nombre de acción). El Reino de Dios es para nosotros lo más importante. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Última Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre:
«Incluso [...] puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque resucitamos en él, puede ser también el Reino de Dios porque en él reinaremos» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 13).
«Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición , dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: “¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?” (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino!» (Tertuliano, De oratione, 5, 2-4).