miércoles, 16 de abril de 2014

MIERCOLES SANTO: A Jesús le duele el corazón no tanto por haber sido traicionado, sino por ver a un hijo alejarse irremediablemente de Él.




Celebramos hoy el Miércoles Santo, marca el final de la Cuaresma y el Comienzo de la Pascua. El Miércoles Santo es el día en que se reúne el Sanedrín, el tribunal religioso judío, para condenar a Jesús.
En el Evangelio de hoy en este Miércoles Santo se nos presenta la traición de Judas según San Mateo (Mt 26,14-25). El pueblo judío, el elegido por Dios, personificado en Judas, rechaza a su Mesías. La recompensa de la traición es irrisoria: el precio de un esclavo. En el Evangelio se va describiendo la progresiva entrada en la Pasión en tres escenas: El pacto comercial de Judas con los sumos sacerdotes para realizar la entrega de Jesús (26,14-16), la preparación de la cena pascual (26,17-19) y el comienzo de la cena, en cuyo contexto Jesús desvela la identidad del traidor (26,20-25).






































Hoy, el Evangelio nos propone —por lo menos— tres consideraciones. 
La primera es que, cuando el amor hacia el Señor se entibia, entonces la voluntad cede a otros reclamos, donde la voluptuosidad parece ofrecernos platos más sabrosos pero, en realidad, condimentados por degradantes e inquietantes venenos. Dada nuestra nativa fragilidad, no hay que permitir que disminuya el fuego del fervor que, si no sensible, por lo menos mental, nos une con Aquel que nos ha amado hasta ofrecer su vida por nosotros.
La segunda consideración se refiere a la misteriosa elección del sitio donde Jesús quiere consumir su cena pascual. «Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: ‘El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos’» (Mt 26,18). El dueño de la casa, quizá, no fuera uno de los amigos declarados del Señor; pero debía tener el oído despierto para escuchar las llamadas “interiores”. El Señor le habría hablado en lo íntimo —como a menudo nos habla—, a través de mil incentivos para que le abriera la puerta. Su fantasía y su omnipotencia, soportes del amor infinito con el cual nos ama, no conocen fronteras y se expresan de maneras siempre aptas a cada situación personal. Cuando oigamos la llamada hemos de “rendirnos”, dejando aparte los sofismas y aceptando con alegría ese “mensajero libertador”. Es como si alguien se hubiese presentado a la puerta de la cárcel y nos invita a seguirlo, como hizo el Ángel con Pedro diciéndole: «Rápido, levántate y sígueme» (Hch 12,7).

El tercer motivo de meditación nos lo ofrece el traidor que intenta esconder su crimen ante la mirada escudriñadora del Omnisciente. Lo había intentado ya el mismo Adán y, después, su hijo fratricida Caín, pero inútilmente. Antes de ser nuestro exactísimo Juez, Dios se nos presenta como padre y madre, que no se rinde ante la idea de perder a un hijo. A Jesús le duele el corazón no tanto por haber sido traicionado, sino por ver a un hijo alejarse irremediablemente de Él.





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