En este Domingo nos centramos en los versículos del Evangelio más destacados a lo largo de la historia: “... todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo”.
La
invitación es: vivir en el amor, cumpliéndolos mandamientos, ser humildes y
caritativos para corregir al hermano y aceptar la corrección.
En el mundo de los hombres está la ofensa y el mal bajo todas sus formas.
Cuando el doctor detecta el mal en nuestro cuerpo intenta curarlo. Cuando
nosotros descubrimos el pecado también tenemos que sanarlo y extirparlo.
La meditación del Evangelio
por la Iglesia a lo largo de los siglos nos recuerda el gran Sacramento de la
Penitencia y del Perdón en Mt 18, 18. Como todo Sacramento, es gracia, gracia
de conversión, y sintonía del bautizado con ese don de Dios.
En su saludo a más de veinte mil fieles que acudieron al rezo del
Ángelus, el Papa comentó el pasaje evangélico de la corrección fraterna, que
aconseja hacer esos comentarios en privado a la persona interesada. Francisco
añadió que “si mi hermano comete una falta contra mí, antes de nada tengo que
hablarle personalmente, explicándole que eso no está bien. Si no escucha, Jesús
propone una intervención progresiva, volviendo a hablarle con otras dos o tres
personas…”.
Como en otras ocasiones, el Papa aconsejó examinarse en primer lugar
de los propios errores antes de ponerse a juzgar a los demás, y recordó que el
Evangelio nos enseña a pedir perdón por las propias faltas. A implorar “ten
piedad de mí. No ‘ten piedad de este’ o ‘ten piedad de esta’”.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo, tomado del capítulo 18 de Mateo, presenta el tema de la corrección fraterna en la comunidad de los creyentes. Jesús nos enseña que si mi hermano comete una culpa contra mí, yo debo usar la caridad hacia él, antes que todo, hablarle personalmente, explicándole que aquello que ha dicho o hecho no es bueno ¿Y si el hermano no me escucha? Jesús sugiere una intervención progresiva: primero, vuelve a hablarle con otras dos o tres personas, para que sea más consciente del error que ha cometido; si, no obstante esto, no acoge la exhortación, es necesario decirlo a la comunidad; y si tampoco escucha a la comunidad, es necesario hacerle percibir la fractura y el distanciamiento que él mismo ha provocado, haciendo venir a menos la comunión con los hermanos en la fe.
Las etapas de este itinerario indican el esfuerzo que el Señor pide a su comunidad para acompañar a quien se equivoca, para que no se pierda. Es ante todo necesario evitar el clamor de la habladuría y el cotilleo de la comunidad: «Ve y corrígelo en privado» (v. 15). La actitud es de delicadeza, prudencia, humildad, atención hacia quien ha cometido una culpa, evitando que las palabras puedan herir y matar al hermano. Al mismo tiempo esta discreción tiene la finalidad de no mortificar inútilmente al pecador. Es a la luz de esta exigencia que se comprende también la serie sucesiva de intervenciones, que prevé la intervención de algunos testimonios y luego incluso de la comunidad. El objetivo es aquel de ayudar al hermano a darse cuenta de aquello que ha hecho, y que con su culpa ha ofendido no solamente a uno, sino a todos.
Pero debemos ayudarnos también a librarnos de la ira y del resentimiento que hace solamente mal. Esa amargura del corazón, que trae la ira y el resentimiento y que llevan a insultar y a agredir. Es muy feo ver salir de la boca de un cristiano un insulto o una agresión. Es feo, lo entendieron. Nunca insultar. Insultar no es cristiano, ¿lo han entendido? Insultar no es cristiano.
En realidad, ante Dios todos somos pecadores y necesitados de perdón. Todos. Jesús, de hecho, nos ha dicho no juzgar. La corrección fraterna es un aspecto del amor y de la comunión que deben reinar en la comunidad cristiana, es un servicio recíproco que podemos y debemos darnos los unos a los otros. Corregir al hermano es un servicio. Y es posible y eficaz solamente si cada uno se reconoce pecador y necesitado del perdón del Señor. La misma consciencia que me hace reconocer el error del otro, me hace acordar que yo me equivocado primero y que me equivoco tantas veces.
Por esto, al inicio de la Santa Misa, estamos siempre invitados a reconocer ante el Señor que somos pecadores, expresando con las palabras y con los gestos el sincero arrepentimiento del corazón. Y decimos “ten piedad de mi Señor que soy pecador”. Es el Espíritu Santo el que habla a nuestro espíritu y nos hace reconocer nuestras culpas a la luz de la palabra de Jesús. Y es el mismo Jesús que nos invita a todos, santos y pecadores, a su mesa recogiéndonos de los cruces de los caminos, de las diversas situaciones de la vida (cfr Mt 22,9-10). Y entre las condiciones que acomunan a los participantes a la celebración eucarística, dos son fundamentales, dos condiciones para ir bien a la misa: todos somos pecadores y a todos Dios dona su misericordia. Debemos recordar esto siempre antes de ir hacia el hermano para la corrección fraterna.
Pidamos todo esto por intercesión de la Bienaventurada Virgen María, que mañana celebraremos en la conmemoración litúrgica de su Natividad.
Después de la oración mariana del Ángelus el Papa ha dicho
Queridos hermanos y hermanas,
En estos últimos días se han dado pasos significativos en la búsqueda de una tregua en las regiones afectadas por el conflicto en Ucrania oriental. Espero que puedan traer alivio a la población y contribuir a los esfuerzos para lograr una paz duradera. Rezo para que, en la lógica del encuentro, el diálogo iniciado pueda continuar y aportar el fruto esperado. Virgen María reina de la Paz ruega por la paz.
También unir mi voz a la de los Obispos de Lesotho, que apelaron a la paz en ese país. Condeno todo acto de violencia y pido al Señor que el Reino de Lesotho restablezca la paz en la justicia y la fraternidad.
Este domingo un grupo de 30 voluntarios de la Cruz Roja Italiana parten para Irak a la ciudad de Ebil dónde se reanudaron decenas de miles de prófugos iraquíes. Exprimo un gran apreciamiento por esta obra generosa y concreta les doy mi bendición a todos ellos y a todas las personas que tratan concretamente de ayudar nuestros hermanos perseguidos y opresos. El Señor los bendiga.
Saludo a todos los peregrinos de Italia y otros países, en particular el grupo de los brasileños, los estudiantes de la escuela San Basilio el Grande de Presov (Eslovaquia), los fieles de Sulzano (Brescia), Gravina di Puglia, Castiglion Fiorentino, Poggio Rusco (Mantova), Albignasego (Padua), del Molino Alto (Vicenza), los chicos de Confirmación de Matera, Valdagno y Vibo Valentia.
Un cordial saludo al cardenal Arzobispo de Lima y a sus diocesanos que hoy inauguran el veintésimo sínodo de la Arquidiócesis de Lima, el Señor los acompañe en este camino de fe, de comunidad y de crecimiento.
Y recuerden mañana es la Fiesta litúrgica del Nacimiento de la Virgen María, sería su cumpleaños ¿y qué cosa se hace cuando la mamá cumple años? Se la saluda, se le da el buen cumpleaños. Mañana recuerden a la mañana temprano desde sus corazones, y sus labios saluden a la Virgen María y díganle Feliz cumpleaños y recen un Avemaría que venga del corazón de hijo y de hija.
A todos ustedes les pido que recen por mí, y les deseo un buen domingo y una buena comida. ¡Hasta pronto!
SEGUNDA PARTE
LA CELEBRACIÓN DEL MISTERIO CRISTIANO
SEGUNDA SECCIÓN:
LOS SIETE SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
CAPÍTULO SEGUNDO
LOS SACRAMENTOS DE CURACIÓN
ARTÍCULO 4
EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN
1422 "Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones" (LG 11).
1423 Se le denomina sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión (cf Mc 1,15), la vuelta al Padre (cf Lc 15,18) del que el hombre se había alejado por el pecado.
Se denomina sacramento de la penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador.
1424 Se le denomina sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una "confesión", reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.
Se le denomina sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente "el perdón [...] y la paz" (Ritual de la Penitencia, 46, 55).
Se le denomina sacramento de reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: "Dejaos reconciliar con Dios" (2 Co 5,20). El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: "Ve primero a reconciliarte con tu hermano" (Mt 5,24).
II. Por qué un Sacramento de la Reconciliación después del Bautismo
1425 "Habéis sido lavados [...] habéis sido santificados, [...] habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios" (1 Co 6,11). Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquel que "se ha revestido de Cristo" (Ga 3,27). Pero el apóstol san Juan dice también: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1 Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar: "Perdona nuestras ofensas" (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados.
1426 La conversión a Cristo, el nuevo
nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo, el Cuerpo y la Sangre de
Cristo recibidos como alimento nos han hecho "santos e inmaculados ante Él" (Ef
1,4), como la Iglesia misma, esposa de Cristo, es "santa e inmaculada ante
Él"
(Ef 5,27). Sin embargo, la vida nueva recibida en la iniciación cristiana no
suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación
al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los
bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida
cristiana ayudados por la gracia de Dios (cf DS 1515). Esta lucha es la de la
conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no
cesa de llamarnos (cf DS 1545;
LG 40).
III.
La conversión de los bautizados
1427 Jesús llama a la conversión. Esta llamada
es una parte esencial del anuncio del Reino: "El tiempo se ha cumplido y el
Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15). En la
predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no
conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal
de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el
Bautismo (cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir,
la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.
1428 Ahora bien, la llamada de Cristo a la
conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda
conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que "recibe en
su propio seno a los pecadores" y que siendo "santa al mismo tiempo que
necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la
renovación" (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es
el movimiento del "corazón contrito" (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia
(cf Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado
primero (cf 1 Jn 4,10).
1429 De ello da testimonio la conversión de san Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: "¡Arrepiéntete!" (Ap 2,5.16).
San Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, «en la Iglesia, existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia» (Epistula extra collectionem 1 [41], 12).
IV. La penitencia interior
1432 El corazón del hombre es torpe y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: "Conviértenos, Señor, y nos convertiremos" (Lm 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf Jn 19,37; Za 12,10).
«Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento» (San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios 7, 4).
IX. Los efectos de este Sacramento
1468 "Toda la fuerza de la Penitencia consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con Él con profunda amistad" (Catecismo Romano, 2, 5, 18). El fin y el efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, "tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual" (Concilio de Trento: DS 1674). En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera "resurrección espiritual", una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios (Lc 15,32).
1469 Este sacramento reconcilia con la Iglesia al penitente. El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros (cf 1 Co 12,26). Restablecido o afirmado en la comunión de los santos, el pecador es fortalecido por el intercambio de los bienes espirituales entre todos los miembros vivos del Cuerpo de Cristo, estén todavía en situación de peregrinos o que se hallen ya en la patria celestial (cf LG 48-50):
«Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia, se reconcilia con toda la creación» (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Reconciliatio et paenitentita, 31).
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