Preparando el Nacimiento Purificar nuestra conciencia y nuestro corazón para que Cristo Niño lo encuentre bien dispuesto el día de Nochebuena. Autor: P. Sergio A. Córdova LC | Fuente: Catholic.net
Del santo Evangelio según san Lucas 3, 1-6 En
el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato
gobernador de Judea, Herodes rey de Galilea, su hermano Filipo rey de
las regiones de Iturea y Traconítide, y Lisanias rey de Abilene, en
tiempos de los sumos sacerdotes Anás y Caifás, la palabra de Dios vino
sobre Juan, el hijo de Zacarías, en el desierto. Y fue por toda la
región del Jordán predicando un bautismo de conversión para el perdón de
los pecados, como está escrito en el libro de las predicciones del
profeta Isaías: Voz del que grita en el desierto: "Preparen el camino
del Señor; hagan rectos sus senderos; todo barranco será rellenado y
toda montaña o colina será rebajada; los caminos torcidos se enderezarán
y los desnivelados se rectificarán. Y todos verán la salvación de
Dios."
Meditación del Papa El
padre de Juan, Zacarías -marido de Isabel, pariente de María- era
sacerdote del culto judío. Él no creyó de inmediato en el anuncio de una
paternidad así inesperada, y por esto se mantuvo mudo hasta el día de
la circuncisión del niño, al que
él y su esposa dieron el nombre dado por Dios, es decir, Juan, que
significa "el Señor da la gracia". Animado por el Espíritu Santo,
Zacarías habló así de la misión de su hijo: "Y tú, niño, serás llamado
profeta del Altísimo / pues irás delante del Señor para preparar sus
caminos, / y dar a su pueblo el conocimiento de la salvación / mediante
el perdón de sus pecados". Todo esto se hizo evidente treinta años más
tarde, cuando Juan comenzó a bautizar en el río Jordán, llamando al
pueblo a prepararse, con aquel gesto de penitencia, a la inminente
venida del Mesías, que Dios le había revelado durante su permanencia en
el desierto de la Judea. Por esto fue llamado "Bautista", es decir,
"Bautizador".Benedicto XVI, 24 de junio de 2012. Reflexión
Ya
hemos comenzado el período
del adviento. Pero el adviento es muy breve y, en un abrir y cerrar de
ojos, nos encontraremos ya en la Navidad. Por eso, es urgente preparar
bien el nacimiento y el pesebre para la llegada del Niño Jesús.
Se
cuenta que el gran estadista italiano, Alcide de Gasperi -fundador de
la Democracia Cristiana y gran líder político después de la Segunda
guerra mundial- solía preparar el nacimiento con particular devoción,
junto con su mujer. De entre las ovejitas escogían a dos, a las cuales
les ponían los nombres de las dos hijas: María Romana y Lucía. Cada día
de la novena de Navidad, las niñas debían ofrecer un sacrificio especial
al Niño. Si se portaban bien, la ovejita avanzaba un poco hacia el
portal de Belén; de lo contrario, venían alejadas cada vez más de la
gruta. Era la gran lección de mortificación y de acercamiento al Señor
que les enseñaban sus padres.
También nosotros tenemos que
preparar el pesebre de nuestra alma para cuando Jesús nazca. No es sólo
una bonita tradición o una práctica piadosa para entretener a los niños.
Si un acto importante se prepara con mucha anticipación -una gran
fiesta, la celebración de un aniversario, una graduación, un matrimonio,
etc.-, ¿con cuánta mayor razón no debemos preparar el nacimiento de
todo un Dios, que se hace hombre -más aún, que se hace un niño pequeño-
por amor a nosotros y que se encarna para salvarnos y darnos la vida
eterna?
Éste es el mensaje del Evangelio de hoy. San Lucas nos
refiere que Juan el Bautista recorría toda la comarca del Jordán
predicando un bautismo de conversión. El color litúrgico de este período
-igual que durante la cuaresma- es el morado, que es el
símbolo de la penitencia y de la austeridad. El sacerdote se reviste con
los ornamentos sagrados de este color en la Santa Misa para invitar a
todos los fieles al sacrificio y a la conversión, pues sólo así podemos
purificar nuestra conciencia y nuestro corazón para que Cristo Niño lo
encuentre bien dispuesto el día de Nochebuena.
Pero, ¿qué
significa conversión? ¿de qué o por qué tenemos que convertirnos? Todos,
por lo general, nos creemos gente buena y pensamos que la conversión es
sólo para los grandes pecadores. Sin embargo, el Papa Juan Pablo II nos
decía que todos necesitamos convertirnos diariamente en nuestra vida.
Porque convertirse significa "volver a Dios", "cambiar" de actitudes y
de comportamiento. El verbo hebreo que expresa este concepto es "sub" y
significa, ni más ni menos, "volver"; el vocablo latino "cum-versio"
indica la misma idea.
Sin embargo, en griego se dice "metá-noia" -que quiere decir,
literalmente, "cambio de mente", "cambio de corazón"-. Convertirnos,
pues, es acercarnos más a nuestro Señor, alejándonos del pecado y de las
propias pasiones que nos apartan de Él; convertirnos para cambiar
nuestra mentalidad mundana y sustituirla por unos criterios de fe,
auténticamente cristianos; cambiar "nuestro corazón de piedra -como
decía Ezequiel- por un corazón de carne", lleno de amor, de compasión,
de perdón y de caridad. ¿Nosotros pensamos igual que Cristo en todo?
¿Pensamos como Él piensa acerca de la fama, del poder, de la riqueza,
del sufrimiento, del dolor? ¿Y nuestro corazón es como el Suyo para amar
al Padre Celestial y todos los hombres sin excepción, como Él nos amó?
Todo esto es convertirse.
Juan Bautista, con palabras del profeta
Isaías, nos
exhorta también hoy a cada uno de nosotros: "Preparad el camino del
Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y
colinas; que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale". Estas
imágenes bíblicas nos hablan de la necesidad de la conversión. Los
montes, en este contexto, vienen a ser signo de la soberbia, del orgullo
y de la prepotencia: ¡tienen que ser rebajados y anulados! Los valles
son nuestros complejos, caídas, desconfianzas y depresiones, y tienen
que ser rellenados. Lo torcido es toda forma de pecado y de desorden
moral; lo escabroso son nuestras sensualidades, vicios, concesiones a la
tentación y el juego con las pasiones que nos llevan al mal; ¡debe ser
enderezado!
Diálogo con Cristo
Jesús,
hazme darme cuenta de que de nada sirve la fama, ni los poderes, ni los
bienes; que lo único que importa es permanecer unido a tu gracia y
realizar la misión, así como lo hizo Juan el Bautista y como lo han
hecho tantos hombres y mujeres que se han decidido a seguirte.
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Efectivamente, de repente apareció San Juan Bautista en el
desierto. Nos dice el Evangelio que “vestido de pelo de camello,
ceñido con un cinturón de cuero y se alimentaba de saltamontes y miel
silvestre”. Se presentó como un mensajero inmediatamente antes de
Jesús para preparar el camino a éste, predicando “un
bautismo de arrepentimiento, para el perdón de los pecados” (Mc. 1, 1-8).
Con esta descripción de la predicación de San Juan Bautista
ya podemos ir viendo que la preparación para recibir al Señor consiste en
arrepentirnos y en recibir el perdón de los pecados.
Pero si observamos el detalle que da el Profeta Isaías sobre
cómo se prepara el camino del Señor tenemos más información de cómo puede ser
ese proceso de conversión y de arrepentimiento al que estamos llamados muy
especialmente durante este tiempo de Adviento, el cual nos presenta la Liturgia
de la Iglesia en preparación para la venida del Señor.
“Aplanar cerros y colinas” significa
rebajar las alturas de nuestro orgullo, nuestra soberbia, nuestra altivez,
nuestro engreimiento, nuestra auto-suficiencia, nuestra arrogancia, nuestra
ira, nuestra impaciencia, nuestra violencia, etc.
“Rellenar quebradas y
barrancos” significa rellenar las bajezas de nuestro egoísmo, de
nuestra envidia, nuestras rivalidades, odios, venganzas, retaliaciones ...
pecados todos que dificultan el poder vivir en armonía unos con otros, pecados
que impiden la realización de ese Reino de Paz y Justicia que Cristo viene a
traernos.
“Enderezar los caminos
torcidos y con curvas” significa rectificar el camino, cambiar de
rumbo si vamos por caminos torcidos y equivocados, que no nos llevan a Dios. ¿A
dónde queremos ir? ¿Hacia dónde estamos dirigiéndonos? ¿Estamos preparándonos
para que el Señor nos encuentre, como nos dice San Pedro en la Segunda Lectura,
“en paz con El, sin mancha, ni reproche”? (2
Pe. 3, 8-14).
Más aún, el Precursor del Mesías anuncia algo muy
importante: “Yo los bautizo a ustedes con agua, pero El los
bautizará con Espíritu Santo”. Luego el mismo Cristo confirmará
este anuncio de Juan el Bautista. En el diálogo con Nicodemo, Jesús le dice a
éste: “En verdad te digo, nadie puede ver el Reino de
Dios si no nace de nuevo, de arriba”. Y ante el asombro de
Nicodemo, Cristo le explica: “El que no renace de agua y
del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios ... Por eso no te
extrañes que te haya dichoque necesitas nacer de nuevo,
de arriba” (Jn. 3, 3-7).
¿Qué es nacer de nuevo, de arriba? Para entender esto, no
hay más que ver a los Apóstoles antes y después de Pentecostés (ver
Hech. 2 y 5, 17-41). Antes eran torpes para entender las Sagradas
Escrituras y aún para entender las enseñanzas que recibieron directamente del
Señor. También eran débiles en su fe. Eran, además, temerosos para presentarse
como seguidores de Jesús, por miedo a ser perseguidos.
Pero sí hicieron algo: creyeron en el anuncio del Señor: “No se alejen de Jerusalén, sino que esperen lo
que prometió el Padre, de lo que Yo les he hablado: que Juan bautizó con agua,
pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hech.
1, 4-5).
Y ¿cómo se nace de nuevo, de arriba? ¿Cómo se nace del
Espíritu Santo? Para esto también hay que ver a los Apóstoles muy especialmente
en los días entre la Ascención del Señor y Pentecostés y también a lo largo de
todos los acontecimientos narrados en los Hechos de los Apóstoles:
“Todos ellos perseveraban en la oración y con un mismo espíritu, en compañía de
algunas mujeres, de María, la Madre de Jesús y de sus hermanos”. (Hech. 1, 14).
El Adviento nos prepara para todo esto, y nos prepara
también para la celebración de la Navidad, en que recordamos la venida
histórica de Cristo. Pero la Carta de San Pedro que nos trae la Segunda Lectura
nos recuerda el segundo significado del Adviento: nos recuerda que también nos
preparamos para la segunda venida de Cristo, es decir, para el establecimiento
de ese Reino que Cristo vendrá a establecer y del que habló a Nicodemo. San
Pedro nos describe, sin ahorrar detalles, cómo será ese día.
Nos dice que el día del Señor “llegará
como los ladrones”; es decir, inesperadamente. Pasa luego a describir cómo será
ese momento: “Los cielos desaparecerán con gran estrépito,
los elementos serán destruidos por el fuego y perecerá la tierra con todo lo
que hay en ella”.
Nos invita a una vida de “santidad y entrega” en
espera del día del Señor. Nos asegura que vendrán “un
cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia”. Y
concluye con la llamada que se repite de varias maneras a lo largo de la
Sagrada Escritura, pero muy especialmente en este tiempo de Adviento:
vigilancia y preparación. “Apoyados en esta esperanza,,
pongan todo su empeño en que el Señor los halle en paz con El, sin mancha ni
reproche”.
El Adviento es tiempo propicio para responder a la llamada de
San Juan Bautista. Es la misma llamada que nos hace el Mesías que viene y que
nos hace la Iglesia siempre, pero muy especialmente en Adviento: conversión,
cambio de vida, enderezar el camino, rebajar las montañas y rellenar las
bajezas de nuestros pecados, defectos, vicios, malas costumbres, faltas de
virtud; nacer de arriba, nacer del Espíritu Santo, etc.
El Mesías fue anunciado en el Antiguo Testamento y llegó
hace unos 2.000 años. La venida de Cristo al final del tiempo también ha sido
anunciada y puede venir en cualquier momento “como los ladrones” -nos
dice el Señor y nos lo recuerda San Pedro. Pero el final del tiempo nos llega
también a cada uno el día de nuestra muerte, que puede sorprendernos -igual que
los ladrones- en cualquier momento. ¿Hemos preparado el camino para nuestro
encuentro con el Señor? ¿Hemos nacido de arriba, del Espíritu Santo? ¿Estamos
preparados?
TOTUS TUOS
Totus tuus ego sum et omnia mea Tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor Tuum, Maria.
Soy todo tuyo y todas mis cosas Te pertenecen. Te pongo al centro de mi vida. Dame Tu corazón, oh María.
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