La Catequesis que el Papa Francisco pronunció este miércoles en la Audiencia General en la Plaza de San Pedro estuvo dedicada a los ancianos. “La Iglesia no puede y no quiere conformarse con una mentalidad impasible y menos aún de indiferencia y de desprecio hacia la vejez”, expresó el Pontífice.
El Papa anunció que la catequesis de este día y la del próximo miércoles estarán dedicadas a los ancianos. “Gracias a los progresos de la medicina la vida se ha alargado, pero la sociedad no se ha 'alargado' a la vida”, dijo.
Queridos
hermanos y hermanas,
la Catequesis de hoy y la del próximo miércoles estarán dedicadas a los ancianos,
que, en el ámbito de la familia, son los abuelos. Hoy reflexionamos sobre la
problemática condición actual de los ancianos, y la próxima vez, más en
positivo, sobre la vocación contenida en esta edad de la vida.
Gracias a
los progresos de la medicina la vida se ha alargado: la sociedad, sin embargo,
¡no se ‘ensanchado' a la vida! El número de los ancianos se ha multiplicado,
pero nuestras sociedades no se han organizado lo bastante para hacerles sitio,
con justo respeto y concreta consideración para su fragilidad y dignidad.
Mientras somos jóvenes, se nos induce a ignorar la vejez, como si fuera una
enfermedad de la que estar lejos; cuando después nos hacemos ancianos,
especialmente si somos pobres, estamos enfermos o solos, experimentamos las
lagunas de una sociedad programada en la eficiencia, que consecuentemente
ignora a los ancianos. Y los ancianos son una riqueza, no se pueden ignorar.
Benedicto
XVI, visitando un asilo, usó palabras claras y proféticas: “La calidad de una
sociedad, quisiera decir de una civilización, se juzga también por cómo se
trata a los ancianos y del lugar reservado para ellos en el vivir común” (12
novembre 2012). Es verdad, la atención a los ancianos hace la diferencia de una
civilización. En una civilización, ¿hay atención al anciano? ¿Hay sitio para el
anciano? Esta civilización irá adelante porque sabe respetar la sabiduría de
los ancianos. En una civilización que no hay sitio para los ancianos, son
descartados porque crean problemas, esta sociedad lleva consigo el virus de la
muerte.
En
Occidente, los estudiosos presentan el siglo actual como el siglo del
envejecimiento: los hijos disminuyen, los ancianos aumentan. Este desequilibrio
nos interpela, es más, es un gran desafío para la sociedad contemporánea.
Incluso una cierta cultura del lucro insiste en el hacer aparecer a los
ancianos como un peso, un “lastre”. No solo no producen, piensa, sino que son
una carga: en conclusión, por ese resultado de pensar así, son descartados. Es
feo ver a los ancianos descartados. Es pecado. No se osa decirlo abiertamente,
¡pero se hace! Hay algo vil en esta adicción a la cultura del descarte. Estamos
acostumbrados a descartar gente. Queremos eliminar nuestro creciente miedo a la
debilidad y la vulnerabilidad; pero haciéndolo así aumentan en los ancianos la
angustia de ser mal tolerados y abandonados.
Ya en mi
ministerio en Buenos Aires toqué con la mano esta realidad con sus problemas.
“Los ancianos son abandonados, y no solo en la precariedad material. Son
abandonados en la egoísta incapacidad de aceptar sus límites que reflejan
nuestros límites, en las numerosas dificultades que hoy deben superar para
sobrevivir en una civilización que no les permite participar, expresar su
opinión, ni ser referente según el modelo consumista de ‘solamente los jóvenes
pueden ser útiles y pueden disfrutar’. Sin embargo, estos ancianos deberían
ser, para toda la sociedad, la reserva de sabiduría de nuestro pueblo. Los
ancianos son la reserva de sabiduría de nuestro pueblo. ¡Con cuánta facilidad
se pone a dormir la conciencia cuando no hay amor!” (Solo el amor nos puede
salvar, Ciudad del Vaticano 2013, p. 83). Y sucede así. Yo recuerdo cuando
visitaba asilos hablaba con cada uno y muchas veces escuché esto. ‘¿Cómo está
usted?’ ‘Bien, bien’ ‘¿Y sus hijos, cuántos tiene? ‘Muchos, muchos’. ‘¿Vienen a
visitarla?’ ‘Sí, sí, siempre, siempre, vienen’. ‘¿Cuándo vinieron la última
vez?’ Y así, la anciana, recuerdo una especialmente, decía ‘en Navidad’.
Estábamos en agosto. Ocho meses sin ser visitada por los hijos. Ocho meses
abandonada. Esto se llama pecado mortal. ¿Entendido?
Una vez
cuando era pequeño, la abuela nos contaba una historia de un abuelo anciano que
al comer se ensuciaba porque no podía llevar la cuchara a la boca con la sopa.
Y el hijo, o sea el papa de la familia, había decidido separarlo de la
mesa común. E hizo una mesa en la cocina donde no se veía para que comiera
solo, y así, no quedaba mal cuando venían los amigos a comer o cenar. Pocos
días después, llegó a casa y encontró a su hijo pequeño jugando con madera, el
martillo, los clavos. Y hacía algo. Le dijo, ‘¿qué haces?’ ‘Hago una mesa
papá’. ‘¿Una mesa, por qué?’ 'Para tenerla cuando te hagas anciano, y así
puedes comer allí'. Los niños tienen más conciencia que nosotros.
En la
tradición de la Iglesia hay una riqueza de sabiduría que siempre ha sostenido
una cultura de cercanía a los ancianos, una disposición al acompañamiento
afectuoso y solidario en esta parte final de la vida. Tal tradición está
enraizada en la Sagrada Escritura, como demuestran por ejemplo estas
expresiones del Libro del Eclesiástico: “No te apartes de la conversación de
los ancianos, porque ellos mismos aprendieron de sus padres: de ellos
aprenderás a ser inteligente y a dar una respuesta en el momento justo”.
La
Iglesia no puede y no quiere conformarse con una mentalidad de impaciencia, y
mucho menos de indiferencia y de desprecio, en lo relacionado con la vejez.
Debemos despertar el sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de
hospitalidad, que hagan sentir al anciano parte viva de su comunidad.
Los
ancianos son hombres y mujeres, padres y madres que han estado antes que
nosotros sobre nuestro mismo camino, en nuestra misma casa, en nuestra batalla
cotidiana por una vida digna. Son hombres y mujeres de lo cuales hemos recibido
mucho. El anciano no es un extraño. El anciano somos nosotros: dentro de poco,
dentro de mucho, pero inevitablemente, aunque no lo pensemos. Y si no
aprendemos a tratar bien a los ancianos, así nos tratarán a nosotros.
Frágiles
son un poco todos, los ancianos. Algunos, sin embargo, son particularmente
débiles, muchos están solos, y marcados por la enfermedad. Algunos dependen de
cuidados indispensables y de la atención de los otros. ¿Daremos por esto un
paso atrás? ¿Les abandonaremos a su destino? Una sociedad sin proximidad, donde
la gratuidad y el afecto sin contrapartida --también entre extraños-- van
desapareciendo, es una sociedad perversa. La Iglesia, fiel a la Palabra de
Dios, no puede tolerar estas degeneraciones. Una comunidad cristiana en la que proximidad
y gratuidad no fueran consideradas indispensables, perdería su alma. Donde no
hay honor para los ancianos, no hay futuro para los jóvenes.
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