Al celebrar la Misa Crismal hoy, Jueves Santo, el Papa Francisco recordó a los sacerdotes que “si el Señor piensa y se preocupa tanto en cómo podrá ayudarnos, es porque sabe que la tarea de ungir al pueblo fiel es dura”.
El Pontífice habló del cansancio de este ministerio, que “es como el incienso que sube silenciosamente” y pidió tener bien presente “que una clave de la fecundidad sacerdotal está en el modo como descansamos y en cómo sentimos que el Señor trata nuestro cansancio”.
Además, reflexionó sobre tres tipos de cansancio: el “cansancio de la gente”, el “cansancio de los enemigos” y el “cansancio de uno mismo”.
El papa
Francisco dijo que entiende el "cansancio" de los
sacerdotes entregados a su labor pastoral, y admitió que él mismo está cansado,
en un mensaje de apoyo a los 415.000 de ellos diseminados por el mundo, con
motivo del Jueves Santo.
En la
misa Crismal en la Basílica de San Pedro, que marca el inicio de las
celebraciones de Pascua y que se considera "el día de la institución del
sacerdocio", el pontífice argentino empleó un tono personal y caluroso,
lejos de los reproches que suele asestar a los sacerdotes que no cumplen
adecuadamente con su trabajo.
"Con
tantas emociones, el corazón del pastor se cansa. Para nosotros los sacerdotes
las historias de nuestra gente no son un boletín informativo. Nuestro corazón
se deshila, se deshace en mil pedazos" con esos problemas, dijo el santo
padre.
"El
cansancio de los sacerdotes, ¡el cansancio de todos ustedes! Pienso mucho en
ello y rezo a menudo, sobre todo porque yo también estoy cansado", añadió.
Inmediatamente,
Jorge Bergoglio reparó, no obstante, que "es cansancio del bueno,
cansancio lleno de frutos y de alegría".
"Nuestra
fatiga es preciosa a los ojos de Jesús, que nos acoge y nos pone de pie",
aseguró el Papa en la primera ceremonia del llamado "Triduo Pasqual",
el periodo de tiempo en el que los católicos conmemoran la pasión, muerte y
resurrección de Cristo.
Pastores con cara de vinagre
Pero a
pesar de esta fatiga, el papa indicó a los sacerdotes que no pueden ser
"pastores con cara de vinagre, quejosos ni, lo que es peor, pastores
aburridos".
"El
pueblo fiel no nos deja sin tarea directa, salvo que uno se esconda en una
oficina o ande por la ciudad en un auto con vidrios polarizados", agregó,
dando una lección. En ese sentido, volvió a subrayar la necesidad de pastores
"con olor a oveja" y "sonrisa de padre".
"Nada
que ver con esos que huelen a perfume caro y te miran de lejos y desde
arriba", agregó.
Además,
Francisco instó a los sacerdotes "no sólo a hacer el bien, con toda la
fatiga que conlleva, sino que hay que defender al rebaño y defenderse uno mismo
contra el mal".
"El
maligno es más astuto que nosotros y es capaz de tirar abajo en un momento lo
que construimos con paciencia durante largo tiempo", dijo.
Ante
ello, continuó, "hay que aprender a neutralizar el mal" y
"no" arrancar la cizaña, no pretender defender como superhombres lo
que sólo el Señor tiene que defender".
La
celebración del Jueves Santo continuará esta tarde (hora local), cuando el Papa,
continuando con la tradición de cuando era arzobispo de Buenos Aires, saldrá
del Vaticano para efectuar una misa en la cárcel romana de Rebbibia, donde
lavara los pies a doce reclusos, seis hombres y seis mujeres, la mitad
extranjeros.
«Lo
sostendrá mi mano y le dará fortaleza mi brazo» (Sal 88,22), así piensa el
Señor cuando dice para sí: «He encontrado a David mi servidor y con mi aceite
santo lo he ungido» (v. 21). Así piensa nuestro Padre cada vez que «encuentra»
a un sacerdote. Y agrega más: «Contará con mi amor y mi lealtad. Él me podrá
decir: Tú eres mi padre, el Dios que me protege y que me salva» (v. 25.27).
Es muy
hermoso entrar, con el Salmista, en este soliloquio de nuestro Dios. Él habla
de nosotros, sus sacerdotes, sus curas; pero no es realmente un soliloquio, no
habla solo: es el Padre que le dice a Jesús: «Tus amigos, los que te aman, me
podrán decir de una manera especial: ”Tú eres mi Padre”» (cf. Jn 14,21). Y, si
el Señor piensa y se preocupa tanto en cómo podrá ayudarnos, es porque sabe que
la tarea de ungir al pueblo fiel no es fácil; nos lleva al cansancio y a la
fatiga. Lo experimentamos en todas sus formas: desde el cansancio habitual de
la tarea apostólica cotidiana hasta el de la enfermedad y la muerte e incluso a
la consumación en el martirio.
El
cansancio de los sacerdotes... ¿Saben cuántas veces pienso en esto: en el
cansancio de todos ustedes? Pienso mucho y ruego a menudo, especialmente cuando
el cansado soy yo. Rezo por los que trabajan en medio del pueblo fiel de Dios
que les fue confiado, y muchos en lugares muy abandonados y peligrosos. Y
nuestro cansancio, queridos sacerdotes, es como el incienso que sube
silenciosamente al cielo (cf. Sal 140,2; Ap 8,3-4). Nuestro
cansancio va directo al corazón del Padre.
Estén
seguros que la Virgen María se da cuenta de este cansancio y se lo hace notar
enseguida al Señor. Ella, como Madre, sabe comprender cuándo sus hijos están
cansados y no se fija en nada más. «Bienvenido. Descansa, hijo mío. Después
hablaremos... ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?», nos dirá siempre que nos
acerquemos a Ella (cf. Evangelii gaudium, 28,6). Y a su Hijo le dirá, como en
Caná: «No tienen vino».
Sucede
también que, cuando sentimos el peso del trabajo pastoral, nos puede venir la
tentación de descansar de cualquier manera, como si el descanso no fuera una
cosa de Dios. No caigamos en esta tentación. Nuestra fatiga es preciosa a los
ojos de Jesús, que nos acoge y nos pone de pie: «Vengan a mí cuando estén
cansados y agobiados, que yo los aliviaré» (Mt 11,28). Cuando uno sabe que,
muerto de cansancio, puede postrarse en adoración, decir: «Basta por hoy,
Señor», y claudicar ante el Padre; uno sabe también que no se hunde sino que se
renueva porque, al que ha ungido con óleo de alegría al pueblo fiel de Dios, el
Señor también lo unge, «le cambia su ceniza en diadema, sus lágrimas en aceite
perfumado de alegría, su abatimiento en cánticos» (Is 61,3).
Tengamos
bien presente que una clave de la fecundidad sacerdotal está en el modo como
descansamos y en cómo sentimos que el Señor trata nuestro cansancio. ¡Qué
difícil es aprender a descansar! En esto se juega nuestra confianza y nuestro
recordar que también somos ovejas y también necesitamos del pastor, que nos
ayude. Pueden ayudarnos algunas preguntas a este respecto.
¿Sé
descansar recibiendo el amor, la gratitud y todo el cariño que me da el pueblo
fiel de Dios? O, luego del trabajo pastoral, ¿busco descansos más refinados, no
los de los pobres sino los que ofrece el mundo del consumo? ¿El Espíritu Santo
es verdaderamente para mí «descanso en el trabajo» o sólo aquel que me da
trabajo? ¿Sé pedir ayuda a algún sacerdote sabio? ¿Sé descansar de mí mismo, de
mi auto-exigencia, de mi auto-complacencia, de mi auto-referencialidad? ¿Sé
conversar con Jesús, con el Padre, con la Virgen y San José, con mis santos
protectores amigos para reposarme en sus exigencias – que son suaves y ligeras
–, en sus complacencias – a ellos les agrada estar en mi compañía –, en
sus intereses y referencias – a ellos sólo les interesa la mayor gloria de Dios
–? ¿Sé descansar de mis enemigos bajo la protección del Señor? ¿Argumento y
maquino yo solo, rumiando una y otra vez mi defensa, o me confío al Espíritu
Santo que me enseña lo que tengo que decir en cada ocasión? ¿Me preocupo y me
angustio excesivamente o, como Pablo, encuentro descanso diciendo: «Sé en Quién
me he confiado»(2 Tm 1,12)?
Repasemos
un momento, brevemente, las tareas de los sacerdotes que hoy nos proclama la
liturgia: llevar a los pobres la Buena Nueva, anunciar la liberación a los
cautivos y la curación a los ciegos, dar libertad a los oprimidos y proclamar
el año de gracia del Señor. E Isaías agrega: curar a los de corazón quebrantado
y consolar a los afligidos.
No son
tareas fáciles, no son tareas exteriores, como por ejemplo el manejo de cosas –
construir un nuevo salón parroquial, o delinear una cancha de fútbol para los
jóvenes del Oratorio... –; las tareas mencionadas por Jesús implican nuestra
capacidad de compasión, son tareas en las que nuestro corazón es «movido» y
conmovido. Nos alegramos con los novios que se casan, reímos con el bebé que
traen a bautizar; acompañamos a los jóvenes que se preparan para el matrimonio
y a las familias; nos apenamos con el que recibe la unción en la cama del
hospital, lloramos con los que entierran a un ser querido... Tantas emociones…
Si nosotros tenemos el corazón abierto, esta emoción y tanto afecto, fatigan el
corazón del Pastor. Para nosotros sacerdotes las historias de nuestra gente no
son un noticiero: nosotros conocemos a nuestro pueblo, podemos adivinar lo que
les está pasando en su corazón; y el nuestro, al compadecernos (al padecer con
ellos), se nos va deshilachando, se nos parte en mil pedacitos, y es conmovido
y hasta parece comido por la gente: «Tomen, coman». Esa es la palabra que
musita constantemente el sacerdote de Jesús cuando va atendiendo a su pueblo
fiel: «Tomen y coman, tomen y beban...». Y así nuestra vida
sacerdotal se va entregando en el servicio, en la cercanía al pueblo fiel de
Dios... que siempre, siempre cansa.
Quisiera
ahora compartir con ustedes algunos cansancios en los que he meditado.
Está el
que podemos llamar «el cansancio de la gente, el cansancio de las multitudes»:
para el Señor, como para nosotros, era agotador – lo dice el evangelio –, pero
es cansancio del bueno, cansancio lleno de frutos y de alegría. La gente que lo
seguía, las familias que le traían sus niños para que los bendijera, los que
habían sido curados, que venían con sus amigos, los jóvenes que se
entusiasmaban con el Rabí..., no le dejaban tiempo ni para comer. Pero el Señor
no se hastiaba de estar con la gente. Al contrario, parecía que se renovaba
(cf. Evangelii gaudium, 11). Este cansancio en medio de nuestra actividad suele
ser una gracia que está al alcance de la mano de todos nosotros, sacerdotes
(cf. ibíd., 279). iQué bueno es esto: la gente ama, quiere y necesita a sus
pastores! El pueblo fiel no nos deja sin tarea directa, salvo que uno se
esconda en una oficina o ande por la ciudad en un auto con vidrios polarizados.
Y este cansancio es bueno, es un cansancio sano. Es el cansancio del sacerdote
con olor a oveja..., pero con la sonrisa de papá que contempla a sus hijos o a
sus nietos pequeños. Nada que ver con esos que huelen a perfume caro y te miran
de lejos y desde arriba (cf. ibíd., 97). Somos los amigos del Novio, esa es
nuestra alegría. Si Jesús está pastoreando en medio de nosotros, no podemos ser
pastores con cara de vinagre, quejosos ni, lo que es peor, pastores aburridos.
Olor a oveja y sonrisa de padres... Sí, bien cansados, pero con la alegría de
los que escuchan a su Señor decir: «Vengan a mí, benditos de mi Padre» (Mt
25,34).
También
se da lo que podemos llamar «el cansancio de los enemigos». El demonio y sus
secuaces no duermen y, como sus oídos no soportan la Palabra, trabajan
incansablemente para acallarla o tergiversarla. Aquí el cansancio de
enfrentarlos es más arduo. No sólo se trata de hacer el bien, con toda la
fatiga que conlleva, sino que hay que defender al rebaño y defenderse uno mismo
contra el mal (cf. Evangelii gaudium, 83). El maligno es más astuto que
nosotros y es capaz de tirar abajo en un momento lo que construimos con
paciencia durante largo tiempo. Aquí necesitamos pedir la gracia de aprender a
neutralizar – es un hábito importante: aprender a neutralizar – : neutralizar
el mal, no arrancar la cizaña, no pretender defender como superhombres lo que
sólo el Señor tiene que defender. Todo esto ayuda a no bajar los brazos ante la
espesura de la iniquidad, ante la burla de los malvados. La palabra del Señor
para estas situaciones de cansancio es: «No teman, yo he vencido al mundo» (Jn
16,33). Y esta palabra nos dará fuerza.
Y por
último – último para que esta homilía no los canse demasiado – está también «el
cansancio de uno mismo» (cf. Evangelii gaudium, 277). Es quizás el más
peligroso. Porque los otros dos provienen de estar expuestos, de salir de
nosotros mismos a ungir y a pelear (somos los que cuidamos). En cambio, este
cansancio, es más auto-referencial; es la desilusión de uno mismo pero no mirada
de frente, con la serena alegría del que se descubre pecador y necesitado de
perdón, de ayuda: este pide ayuda y va adelante. Se trata del cansancio que da
el «querer y no querer», el haberse jugado todo y después añorar los ajos y las
cebollas de Egipto, el jugar con la ilusión de ser otra cosa. A este cansancio,
me gusta llamarlo «coquetear con la mundanidad espiritual». Y, cuando uno se
queda solo, se da cuenta de que grandes sectores de la vida quedaron
impregnados por esta mundanidad y hasta nos da la impresión de que ningún baño
la puede limpiar. Aquí sí puede haber cansancio malo. La palabra del
Apocalipsis nos indica la causa de este cansancio: «Has sufrido, has sido
perseverante, has trabajado arduamente por amor de mi nombre y no has desmayado.
Pero tengo contra ti que has dejado tu primer amor» (2,3-4). Sólo el amor
descansa. Lo que no se ama cansa mal y, a la larga, cansa peor.
La imagen
más honda y misteriosa de cómo trata el Señor nuestro cansancio pastoral es
aquella del que «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn
13,1): la escena del lavatorio de los pies. Me gusta contemplarla como el
lavatorio del seguimiento. El Señor purifica el seguimiento mismo, él se
«involucra» con nosotros (cf. Evangelii gaudium, 24), se encarga en persona de
limpiar toda mancha, ese mundano smog untuoso que se nos pegó en el camino que
hemos hecho en su nombre.
Sabemos
que en los pies se puede ver cómo anda todo nuestro cuerpo. En el modo de
seguir al Señor se expresa cómo anda nuestro corazón. Las llagas de los pies,
las torceduras y el cansancio son signo de cómo lo hemos seguido, por qué
caminos nos metimos buscando a sus ovejas perdidas, tratando de llevar el
rebaño a las verdes praderas y a las fuentes tranquilas (cf. ibíd. 270). El
Señor nos lava y purifica de todo lo que se ha acumulado en nuestros pies por
seguirlo. Y Esto es sagrado. No permite que quede manchado. Así como las
heridas de guerra él las besa, la suciedad del trabajo él la lava.
El
seguimiento de Jesús es lavado por el mismo Señor para que nos sintamos con
derecho a estar «alegres», «plenos», «sin temores ni culpas» y nos animemos así
a salir e ir «hasta los confines del mundo, a todas las periferias», a llevar
esta buena noticia a los más abandonados, sabiendo que él está con nosotros,
todos los días, hasta el fin del mundo» (cf. Mt 28,21). Y por favor, pidamos la
gracia de aprender a estar cansados, pero ¡bien cansados!
FUENTE:
No hay comentarios:
Publicar un comentario