viernes, 7 de junio de 2013

Domingo X Tiempo Ordinario Ciclo C


Hemos terminado la cincuentena pascual con la solemnidad de Pentecostés; el domingo pasado era el noveno domingo del tiempo ordinario (solemnidad de la Santísima Trinidad). Hoy nos encontramos en el décimo domingo. Jesús se muestra como nuestro salvador, pues nos cura de las enfermedades, perdona los pecados, expulsa los demonios y resucita los muertos. Compadecido de la viuda le devuelve a su hijo. 




Lectura del S. Evangelio según san Lucas
                    Gloria a Ti Señor.




En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío.
Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: «No llores.» Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!» El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.» La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.
                   PALABRA DE DIOS
           GLORIA A TI SEÑOR JESUS.



En el Evangelio, el Señor, Dios de la vida y de la muerte, resucita al hijo de la viuda de Naín con la libertad soberana y la facilidad del que tiene dominio sobre la muerte. Lo realiza sin que se lo pidan; libremente y por compasión. Dios es así. Ante el milagro surge el santo temor de Dios, la oración de bendición y alabanza y la esperanza confiada.
El Evangelio muestra a Jesús atento a un grupo social desvalorizado (teórica y prácticamente entre los gentiles, y prácticamente, al menos, entre los judíos): las mujeres y entre ellas, peor, las viudas. El milagro, que nadie ha pedido, nace del corazón compasivo de Cristo, para quien aquella madre, tan acompañada, estaba sola.

 
II. LA FE DE LA IGLESIA
La revelación progresiva de la Resurrección
(992-997)
La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. 
Los fariseos y muchos contemporáneos del Señor esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: «Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error». La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que «no es un Dios de muertos sino de vivos».
Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo soy la resurrección y la vida». Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en él y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre. En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos, anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, Él habla como del «signo de Jonás» o del signo del Templo (cf. Jn 2, 19-22) y anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte.
Ser testigo de Cristo es ser «testigo de su Resurrección», «haber comido y bebido con El después de su Resurrección de entre los muertos». La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él.
Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones. "En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne" (San Agustín). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?
¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.
Resucitados con Cristo
(1002 - 1004)
Si es verdad que Cristo nos resucitará en "el último día", también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo.
Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado, pero esta vida permanece «escondida con Cristo en Dios». Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos «manifestaremos con Él llenos de gloria».
Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser "en Cristo"; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre.
La virtud de la esperanza en la vida eterna
(1833, 1840, 1843, 1817-1821)
La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien. Las virtudes teologales disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto, a Dios conocido por la fe, esperado y amado por El mismo.
La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. «Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa» (Hb 10,23). Es decir, por la esperanza deseamos y esperamos de Dios con una firme confianza la vida eterna y las gracias para merecerla.
La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.
La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham en las promesas de Dios.
La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en «la esperanza que no falla» (Rm 5, 5). La esperanza es 'el ancla del alma', segura y firme, «que penetra... a donde entró por nosotros como precursor Jesús» (Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: «Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación» (1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba misma: «Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación» (Rm 12, 12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.
Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman y hacen su voluntad. En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, «perseverar hasta el fin» y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que «todos los hombres se salven» (1Tm 2, 4) y espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Espera, espera, que no sabes cuando vendrá el día, ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleases, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin» (Sta. Teresa de Jesús).





Hoy bendecimos tu nombre, Padre, Dios amigo de la vida,
porque Jesús, anticipando su propia Resurrección, devolvía
la vida a los muertos, como al hijo de la pobre viuda de Naín.
Así cumplía su palabra: "Yo soy la resurrección y la vida".
Por eso, el contacto con Cristo en su palabra y sacramentos
despierta tu gesto creador que da vida al hombre, tu criatura.

Convierte, Señor, el ánimo de todos al servicio de la vida,
el Don supremo que los humanos debemos a tu amor de Padre,
para que desaparezcan de nuestro mundo la guerra y la violencia.
Y al paso de los trabajos y los días concédenos crecer siempre
más y más en cristianos hasta la medida plena de Cristo.

Amén.



(Tomado de B. Caballero: La Palabra cada Domingo, San Pablo, España, 1993,
  






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