Hemos terminado la cincuentena pascual con la solemnidad de Pentecostés; el domingo pasado era el noveno domingo del tiempo ordinario (solemnidad de la Santísima Trinidad). Hoy nos encontramos en el décimo domingo. Jesús se muestra como nuestro salvador, pues nos cura de las enfermedades, perdona los pecados, expulsa los demonios y resucita los muertos. Compadecido de la viuda le devuelve a su hijo.
Lectura
del S. Evangelio según san Lucas
Gloria a Ti Señor.
En aquel tiempo, iba Jesús camino de
una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío.
Cuando se acercaba a la entrada de la
ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que
era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el
Señor, le dio lástima y le dijo: «No llores.» Se acercó al ataúd, lo tocó (los
que lo llevaban se pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!» El
muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos,
sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre
nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.» La noticia del hecho se divulgó por
toda la comarca y por Judea entera.
PALABRA DE DIOS
GLORIA A TI SEÑOR JESUS.
En el Evangelio,
el Señor, Dios de la vida y de la muerte, resucita al hijo de la viuda de Naín
con la libertad soberana y la facilidad del que tiene dominio sobre la muerte.
Lo realiza sin que se lo pidan; libremente y por compasión. Dios es así. Ante
el milagro surge el santo temor de Dios, la oración de bendición y alabanza y
la esperanza confiada.
El Evangelio muestra a Jesús atento a un grupo social desvalorizado (teórica y
prácticamente entre los gentiles, y prácticamente, al menos, entre los judíos):
las mujeres y entre ellas, peor, las viudas. El milagro, que nadie ha pedido,
nace del corazón compasivo de Cristo, para quien aquella madre, tan acompañada,
estaba sola.
II.
LA FE DE LA IGLESIA
La revelación progresiva de la Resurrección
(992-997)
(992-997)
La
resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo.
La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como
una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero,
alma y cuerpo.
Los
fariseos y muchos contemporáneos del Señor esperaban la resurrección. Jesús la
enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: «Vosotros no
conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error».
La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que «no es un Dios de
muertos sino de vivos».
Pero
hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo
soy la resurrección y la vida». Es el mismo Jesús el que resucitará en el
último día a quienes hayan creído en él y hayan comido su cuerpo y bebido su
sangre. En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección
devolviendo la vida a algunos muertos, anunciando así su propia Resurrección
que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, Él habla
como del «signo de Jonás» o del signo del Templo (cf. Jn 2, 19-22) y
anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte.
Ser
testigo de Cristo es ser «testigo de su Resurrección», «haber comido
y bebido con El después de su Resurrección de entre los muertos». La
esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los
encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por
Él.
Desde
el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones
y oposiciones. "En ningún punto la fe cristiana encuentra más
contradicción que en la resurrección de la carne" (San Agustín). Se acepta
muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa
de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente
mortal pueda resucitar a la vida eterna?
¿Qué es
resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre
cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera
de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará
definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras
almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.
Resucitados con Cristo
(1002 - 1004)
(1002 - 1004)
Si es
verdad que Cristo nos resucitará en "el último día", también lo es,
en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias
al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una
participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo.
Unidos
a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial
de Cristo resucitado, pero esta vida permanece «escondida con Cristo en Dios».
Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo
de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos «manifestaremos
con Él llenos de gloria».
Esperando
este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser
"en Cristo"; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio
cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre.
La virtud de la esperanza en la vida eterna
(1833, 1840, 1843, 1817-1821)
(1833, 1840, 1843, 1817-1821)
La virtud
es una disposición habitual y firme para hacer el bien. Las virtudes
teologales disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima
Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto, a Dios conocido por la fe,
esperado y amado por El mismo.
La esperanza
es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida
eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de
Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia
del Espíritu Santo. «Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues
fiel es el autor de la promesa» (Hb 10,23). Es decir, por la esperanza
deseamos y esperamos de Dios con una firme confianza la vida eterna y las
gracias para merecerla.
La
virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por
Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las
actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los
cielos; protege del desaliento; sostiene en todo
desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza
eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la
dicha de la caridad.
La
esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que
tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham en las promesas de Dios.
La
esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús
en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan
nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan
el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de
Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en «la
esperanza que no falla» (Rm 5, 5). La esperanza es 'el ancla del alma',
segura y firme, «que penetra... a donde entró por nosotros como precursor
Jesús» (Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de
la salvación: «Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo
de la esperanza de salvación» (1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba
misma: «Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación» (Rm 12,
12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del
Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.
Podemos,
por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman y
hacen su voluntad. En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia
de Dios, «perseverar hasta el fin» y obtener el gozo del cielo, como
eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de
Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que «todos los hombres se salven»
(1Tm 2, 4) y espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo.
III.
EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Espera,
espera, que no sabes cuando vendrá el día, ni la hora. Vela con cuidado, que
todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo
breve largo. Mira que mientras más peleases, más mostrarás el amor que tienes a
tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener
fin» (Sta.
Teresa de Jesús).
Hoy bendecimos tu nombre, Padre, Dios amigo de la vida,
porque Jesús, anticipando su propia Resurrección, devolvía
la vida a los muertos, como al hijo de la pobre viuda de Naín.
Así cumplía su palabra: "Yo soy la resurrección y la vida".
Por eso, el contacto con Cristo en su palabra y sacramentos
despierta tu gesto creador que da vida al hombre, tu criatura.
Convierte, Señor, el ánimo de todos al servicio de la vida,
el Don supremo que los humanos debemos a tu amor de Padre,
para que desaparezcan de nuestro mundo la guerra y la violencia.
Y al paso de los trabajos y los días concédenos crecer siempre
más y más en cristianos hasta la medida plena de Cristo.
Amén.
(Tomado de B. Caballero: La Palabra cada Domingo, San Pablo, España, 1993,
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