Estamos celebrando el trigésimo domingo del tiempo ordinario. Dos de las lecturas de hoy nos exhortan a la humildad y a la pobreza de espíritu frente a Dios, ya que por nosotros mismos no podemos nada. Nuestra actitud, por un lado, debe ser la de estar abiertos a los reclamos de Dios, y por otro lado, la de poner nuestra total confianza en El.
Los términos "justicia y oración" resumen bien las Lecturas de este domingo.
En la Parábola Evangélica tanto el fariseo como el publicano oran en el templo, pero Dios hace justicia y sólo el último es justificado. El Sirácida, en la Primera Lectura, aplica la justicia divina a la oración y enseña que Dios, justo juez, no tiene acepción de personas y por eso escucha la oración del oprimido. Finalmente, san Pablo se confidencia con Timoteo manifestándole sus sentimientos y deseos más íntimos: "Me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo juez" (Segunda Lectura).
Primera Lectura: Este pasaje nos dice que Dios es justo. El siempre escucha las súplicas de los pobres, de aquellos que todo lo esperan de Dios, o sea, de los humildes. Dios, siempre toma propia la causa de estos pobres y desprecia a los orgullosos.
Lectura del libro del Eclesiástico (35,12-14.16-18):
"El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el
pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o
de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen su favor, y su grito
alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a
Dios no descansan; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace
justicia".
PALABRA DE DIOS
TE ALABAMOS SEÑOR.
Salmo (Sal 33,2-3.17-18.19.23)
R/. Si el afligido invoca al Señor, él lo
escucha
Bendigo
al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren. R/.
El Señor se enfrenta con los malhechores,
para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita, el Señor lo escucha
y lo libra de sus angustias. R/.
El Señor está cerca de los atribulados,
salva a los abatidos.
El Señor redime a sus siervos,
no será castigado quien se acoge a él . R/.
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren. R/.
El Señor se enfrenta con los malhechores,
para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita, el Señor lo escucha
y lo libra de sus angustias. R/.
El Señor está cerca de los atribulados,
salva a los abatidos.
El Señor redime a sus siervos,
no será castigado quien se acoge a él . R/.
En
la Segunda Lectura resuena la plegaria de agradecimiento a Dios por parte de
san Pablo. También él está preocupado que Timoteo permanezca fiel a su vocación
y a su fe. Pablo sabe que su vida está casi terminada y por eso es que espera
de Jesús, el juez justo.
"Estoy
a punto de ser sacrificado, y el momento de mi partida es inminente. He
combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora
me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en
aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida. La
primera vez que me defendí, todos me abandonaron, y nadie me asistió. Que Dios
los perdone. Pero el Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el
mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca del
león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su
reino del cielo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
PALABRA DE DIOS.
PALABRA DE DIOS.
TE ALABAMOS SEÑOR.
El Evangelio, narrado por san Lucas, nos presenta una de las parábolas más
expresivas: la del fariseo y el publicano. En ella aprendemos que nuestra
actitud ante Dios y ante los demás seres humanos debe ser sincera, humilde y
sin egoísmo. Nuestro Señor aceptó la actitud del publicano, del pobre y
humilde, y por eso el éste regresó justificado, es decir, perdonado y salvado.
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas
(18,9-14):
"En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí
mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: «Dos hombres
subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo,
erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy
como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos
veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo." El publicano, en
cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se
golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este
pecador." Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque
todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
La verdadera humildad: Los acontecimientos explican muy bien una parábola de Jesús sobre la verdadera oración, la actitud farisaica y la verdadera humildad.
El
orgullo del fariseo: La oración del fariseo es rechazada porque sus
pensamientos son fruto del orgullo espiritual. Hace cosas difíciles y loables
en sí mismas, pero con intención torcida. El fariseo se vanagloria de sus
limosnas, de sus ayunos y se compara con el publicano, al que considera
inferior, juzgándole. Busca el secreto orgullo de saberse perfecto. No le mueve
el amor de Dios, y no es consciente de que, sin la ayuda del Señor, no puede
nada. El orgullo ha tomado una apariencia espiritual que esconde un pecado de
soberbia, difícil de curar, porque está llena de buenas obras no para la gloria
divina. Usa a Dios para la propia gloria.
El
perdón: El publicano, en cambio, dice la verdad de su propia
indignidad, por eso pide perdón. No se compara con nadie, se sitúa en su sitio
y Dios le mira con compasión. Le justifica. La suya es una oración humilde, y,
por eso, es escuchada y arranca bendiciones del cielo.
Juicio
recto: Jesús quiere que los suyos juzguen con rectitud y no se
queden en las meras apariencias, sino que dejen el juicio íntimo para Dios, y
ellos oren con humildad, incluso cuando las obras buenas les puedan llevar a un
cierto engreimiento y vanidad.
En su oración, el fariseo aparece centrado en sí
mismo, en lo que hace. Sabe lo que no es: ladrón, injusto o adúltero; ni
tampoco es como ese recaudador, pero no sabe quién es en realidad. La
parábola lo llevará a reconocer quién es, precisamente no por lo que hace
(ayunar, dar el diezmo...), sino por lo que deja de hacer (relacionarse bien
con los demás).
El fariseo decimos que ayuna dos veces por semana y
paga el diezmo de todo lo que gana. Hace incluso más de lo que está mandado en
la Torá. Pero su oración no es tan inocente. Lo que parecen tres clases
diferentes de pecadores a las que él alude (ladrón, injusto, pecador) se puede
entender como tres modos de describir al recaudador. El recaudador, sin
embargo, reconoce con gestos y palabras que es pecador y en esto consiste su
oración.
El mensaje de la parábola es sorprendente, pues
subvierte el orden establecido por el sistema religioso judío: hay quien, como
el fariseo, cree estar dentro, y resulta que está fuera; y hay quien se cree
excluido, y sin embargo está dentro.
En el relato se ha presentado al fariseo como un
justo y ahora se dice que este justo no es reconocido; debe haber algo en él
que resulte inaceptable a los ojos de Dios. Sin embargo, el recaudador, al que
se nombra con un despectivo “ése”, no es en modo alguno despreciable. ¿Qué
pecado ha cometido el fariseo? Tal vez solamente uno: mirar despectivamente al
recaudador y a los pecadores que él representa. El fariseo se separa del
recaudador y lo excluye del favor de Dios.
Dios, justificando al pecador sin condiciones,
adopta un comportamiento diametralmente opuesto al que el fariseo le atribuía
con tanta seguridad. El error del fariseo es el de ser “un justo que no es
bueno con los demás”, mientras que Dios acoge graciosamente incluso al pecador.
Esta parábola proclama, por tanto, la misericordia como valor fundamental del
reino de Dios. Con su comportamiento el recaudador rompe todas las expectativas
y esquemas, desafía la pretensión del fariseo y del templo con sus medios
redentores y reclama ser oído por Dios, ya que no lo era por el sistema del
templo y por la teología oficial, representada por el fariseo.
Si la interpretación de la parábola es ésta,
entonces se puede vislumbrar por qué Jesús fue estigmatizado como amigo de
recaudadores y de pecadores y por qué fue crucificado finalmente por las élites
de Jerusalén con la ayuda de los romanos y el pueblo.
En
esta parábola se cumple lo que leemos en la Primera Lectura del Libro
del Eclesiástico: “Dios no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del
oprimido, no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja”.
Dios está con los que el sistema ha dejado fuera. Como estuvo con Pablo de
Tarso, como se lee en la segunda lectura, que, a pesar de no haber
tenido quien lo defendiera, sentía que el Señor estaba a su lado, dándole
fuerzas.
CUARTA PARTE
LA ORACIÓN CRISTIANA
LA ORACIÓN CRISTIANA
PRIMERA SECCIÓN
LA ORACIÓN EN LA VIDA CRISTIANA
LA ORACIÓN EN LA VIDA CRISTIANA
CAPÍTULO PRIMERO
LA REVELACIÓN DE LA ORACIÓN
LA REVELACIÓN DE LA ORACIÓN
ARTÍCULO 2
EN LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS
EN LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS
2598 El drama de la oración se nos revela plenamente en
el Verbo que se ha hecho carne y que habita entre nosotros. Intentar comprender
su oración, a través de lo que sus testigos nos dicen en el Evangelio, es
aproximarnos a la santidad de Jesús Nuestro Señor como a la zarza ardiendo: primero contemplándole
a Él mismo en oración y después escuchando cómo nos enseña a orar, para conocer
finalmente cómo acoge nuestra plegaria.
Jesús ora
2599 El Hijo de Dios, hecho Hijo de la Virgen, también aprendió a orar
conforme a su corazón de hombre. Él aprende de su madre las fórmulas de oración;
de ella, que conservaba todas las “maravillas” del Todopoderoso y las meditaba
en su corazón (cf Lc 1, 49; 2, 19; 2, 51). Lo aprende en las palabras y en los
ritmos de la oración de su pueblo, en la sinagoga de Nazaret y en el Templo.
Pero su oración brota de una fuente secreta distinta, como lo deja presentir a
la edad de los doce años: “Yo debía estar en las cosas de mi Padre” (Lc 2, 49).
Aquí comienza a revelarse la novedad de la oración en la plenitud de los
tiempos: la oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser
vivida por fin por el propio Hijo único en su Humanidad, con los hombres y en
favor de ellos.
2600 El Evangelio según San Lucas subraya la acción del
Espíritu Santo y el sentido de la oración en el ministerio de Cristo. Jesús ora
antes de los momentos decisivos de su misión: antes de que el Padre dé
testimonio de Él en su Bautismo (cf Lc 3, 21) y de su Transfiguración (cf
Lc 9,
28), y antes de dar cumplimiento con su Pasión al designio de amor del Padre (cf
Lc
22, 41-44);Jesús ora también ante los momentos decisivos que van a comprometer la
misión de sus apóstoles: antes de elegir y de llamar a los Doce (cf Lc 6, 12),
antes de que Pedro lo confiese como “el Cristo de Dios” (Lc 9, 18-20) y para que
la fe del príncipe de los apóstoles no desfallezca ante la tentación (cf Lc 22,
32). La oración de Jesús ante los acontecimientos de salvación que el Padre le
pide es una entrega, humilde y confiada, de su voluntad humana a la voluntad
amorosa del Padre.
2601 «Estando Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó,
le dijo uno de sus discípulos: “Maestro, enséñanos a orar”» (Lc 11, 1).
¿No es acaso, al contemplar a su Maestro en oración, cuando el discípulo de Cristo
desea orar? Entonces, puede aprender del Maestro de oración.
Contemplando y escuchando al Hijo, los hijos aprenden a orar al Padre.
2602 Jesús se retira con frecuencia a un lugar apartado,
en la soledad, en la
montaña, con preferencia durante la noche, para orar (cf Mc 1, 35; 6, 46;
Lc 5, 16).
Lleva a los hombres en su oración, ya que también asume la humanidad en la
Encarnación, y los ofrece al Padre, ofreciéndose a sí mismo. Él, el Verbo que ha
“asumido la carne”, comparte en su oración humana todo lo que viven “sus
hermanos” (Hb 2, 12); comparte sus debilidades para librarlos de ellas (cf
Hb 2,
15; 4, 15). Para eso le ha enviado el Padre. Sus palabras y sus obras aparecen
entonces como la manifestación visible de su oración “en lo secreto”.
2603 Los evangelistas han conservado las dos oraciones más
explícitas de Cristo durante su ministerio. Cada una de ellas comienza
precisamente con la acción de gracias. En la primera (cf Mt 11, 25-27 y
Lc 10,
21-23), Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque ha escondido
los misterios del Reino a los que se creen doctos y los ha revelado a los
“pequeños” (los pobres de las Bienaventuranzas). Su conmovedor “¡Sí, Padre!”
expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue
un eco el “Fiat” de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo
que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión
amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1,
9).
2604 La segunda oración nos la transmite san Juan (cf Jn
11, 41-42), antes de la resurrección de Lázaro. La acción de gracias
precede al acontecimiento: “Padre, yo te doy gracias por haberme escuchado”, lo
que implica que el Padre escucha siempre su súplica; y Jesús añade a
continuación: “Yo sabía bien que tú siempre me escuchas”, lo que implica que
Jesús, por su parte, pide de una manera constante. Así, apoyada en la
acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de
que lo pedido sea otorgado, Jesús se adhiere a Aquél que da y que se da en sus
dones. El Dador es más precioso que el don otorgado, es el “tesoro”, y en
Él
está el corazón de su Hijo; el don se otorga como “por añadidura” (cf
Mt 6, 21.
33).
La oración “sacerdotal” de Jesús (cf. Jn 17) ocupa un lugar
único en la Economía de la salvación. Su explicación se hace al final de esta
primera sección. Esta oración, en efecto, muestra el carácter permanente de la
plegaria de nuestro Sumo Sacerdote, y, al mismo tiempo, contiene lo que Jesús nos
enseña en la oración del Padre Nuestro, la cual se explica en la sección
segunda.
2605 Cuando llega la hora de cumplir el plan amoroso del
Padre, Jesús deja entrever la profundidad insondable de su plegaria filial, no
solo antes de entregarse libremente (“Padre... no mi voluntad, sino la tuya”:
Lc
22, 42), sino hasta en sus últimas palabras en la Cruz, donde orar y
entregarse son una sola cosa: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”
(Lc 23, 34); “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 24,43);
“Mujer, ahí tienes a tu Hijo [...]. Ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 26-27); “Tengo
sed” (Jn 19, 28); “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34;
cf Sal 22, 2); “Todo está cumplido” (Jn 19, 30); “Padre, en tus manos pongo mi
espíritu” (Lc 23, 46), hasta ese “fuerte grito” cuando expira entregando el
espíritu (cf Mc 15, 37; Jn 19, 30).
2606 Todos las angustias de la humanidad de todos los
tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las
intercesiones de la historia de la salvación están recogidas en este grito del
Verbo encarnado. He aquí que el Padre las acoge y, por encima de toda esperanza,
las escucha al resucitar a su Hijo. Así se realiza y se consuma el drama de la
oración en la Economía de la creación y de la salvación. El Salterio nos da la
clave para la comprensión de este drama por medio de Cristo. Es en el “hoy” de la Resurrección cuando
dice el Padre: “Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy. Pídeme, y te
daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra” (Sal
2, 7-8; cf Hch 13, 33).
La carta a los Hebreos expresa en términos dramáticos cómo actúa la plegaria de Jesús en la victoria de la salvación: “El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen” (Hb 5, 7-9).
Jesús enseña a orar
2607 Con su oración, Jesús nos enseña a orar. El camino
teologal de nuestra oración es su propia oración al Padre. Pero el Evangelio nos
entrega una enseñanza explícita de Jesús sobre la oración. Como un pedagogo, nos
toma donde estamos y, progresivamente, nos conduce al Padre. Dirigiéndose a las
multitudes que le siguen, Jesús comienza con lo que ellas ya saben de la oración
por la Antigua Alianza y las prepara para la novedad del Reino que está
viniendo. Después les revela en parábolas esta novedad. Por último, a sus
discípulos que deberán ser los pedagogos de la oración en su Iglesia, les
hablará abiertamente del Padre y del Espíritu Santo.
2608 Ya en el Sermón de la Montaña, Jesús insiste
en la
conversión del corazón: la reconciliación con el hermano antes de presentar
una ofrenda sobre el altar (cf Mt 5, 23-24), el amor a los enemigos y la oración
por los perseguidores (cf Mt 5, 44-45), orar al Padre “en lo secreto” (Mt 6, 6),
no gastar muchas palabras (cf Mt 6, 7), perdonar desde el fondo del corazón al
orar (cf, Mt 6, 14-15), la pureza del corazón y la búsqueda del Reino (cf
Mt 6,
21. 25. 33). Esta conversión se centra totalmente en el Padre; es lo propio de
un hijo.
2609 Decidido así el corazón a convertirse, aprende a
orar en la fe. La fe es una adhesión filial a Dios, más allá de lo que
nosotros sentimos y comprendemos. Se ha hecho posible porque el Hijo amado nos
abre el acceso al Padre. Puede pedirnos que “busquemos” y que “llamemos” porque
Él es la puerta y el camino (cf Mt 7, 7-11. 13-14).
2610 Del mismo modo que Jesús ora al Padre y le da
gracias antes de recibir sus dones, nos enseña esta audacia filial:
“todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido” (Mc 11, 24).
Tal es la fuerza de la oración, “todo es posible para quien cree” (Mc 9, 23),
con una fe “que no duda” (Mt 21, 22). Tanto como Jesús se entristece por la
“falta de fe” de los de Nazaret (Mc 6, 6) y la “poca fe” de sus discípulos (Mt
8, 26), así se admira ante la “gran fe” del centurión romano (cf Mt 8, 10) y de
la cananea (cf Mt 15, 28).
2611 La oración de fe no consiste solamente en decir
“Señor, Señor”, sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre
(Mt 7, 21). Jesús invita a sus discípulos a llevar a la oración esta voluntad de
cooperar con el plan divino (cf Mt 9, 38; Lc 10, 2; Jn 4, 34).
2612 En Jesús “el Reino de Dios está próximo”
(Mc 1, 15), llama a la
conversión y a la fe pero también a la vigilancia. En la oración, el
discípulo espera atento a Aquel que es y que viene, en el recuerdo de su
primera venida en la humildad de la carne, y en la esperanza de su segundo
advenimiento en la gloria (cf Mc 13; Lc 21, 34-36). En comunión con su Maestro,
la oración de los discípulos es un combate, y velando en la oración es como no
se cae en la tentación (cf Lc 22, 40. 46).
2613 San Lucas nos ha trasmitido tres parábolas
principales sobre la oración:
La primera, “el amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13), invita a una
oración insistente: “Llamad y se os abrirá”. Al que ora así, el Padre del cielo
“le dará todo lo que necesite”, y sobre todo el Espíritu Santo que contiene
todos los dones.
La segunda, “la viuda importuna” (cf Lc 18, 1-8), está centrada
en una de las cualidades de la oración: es necesario orar siempre, sin cansarse,
con la paciencia de la fe. “Pero, cuando el Hijo del hombre venga,
¿encontrará fe sobre la tierra?”.
La tercera parábola, “el fariseo y el publicano” (cf
Lc 18,
9-14), se refiere a la humildad del corazón que ora. “Oh Dios, ten
compasión de mí que soy pecador”. La Iglesia no cesa de hacer suya esta oración:
¡Kyrie eleison!
2614 Cuando Jesús confía abiertamente a sus discípulos el
misterio de la oración al Padre, les desvela lo que deberá ser su oración, y la
nuestra, cuando haya vuelto, con su humanidad glorificada, al lado del Padre. Lo
que es nuevo ahora es “pedir en su Nombre” (Jn 14, 13). La fe en
Él
introduce a los discípulos en el conocimiento del Padre porque Jesús es “el
Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). La fe da su fruto en el amor: guardar
su Palabra, sus mandamientos, permanecer con Él en el Padre que nos ama en Él
hasta permanecer en nosotros. En esta nueva Alianza, la certeza de ser
escuchados en nuestras peticiones se funda en la oración de Jesús (cf Jn 14,
13-14).
2615 Más todavía, lo que el Padre nos da cuando nuestra
oración está unida a la de Jesús, es “otro Paráclito, [...] para que esté con vosotros
para siempre, el Espíritu de la verdad” (Jn 14, 16-17). Esta novedad de la
oración y de sus condiciones aparece en todo el discurso de despedida (cf Jn 14,
23-26; 15, 7. 16; 16, 13-15; 16, 23-27). En el Espíritu Santo, la oración
cristiana es comunión de amor con el Padre, no solamente por medio de Cristo,
sino también en Él: “Hasta ahora nada le habéis pedido en mi Nombre. Pedid y
recibiréis para que vuestro gozo sea perfecto” (Jn 16, 24).
Jesús escucha la oración
2616 La oración a Jesús ya ha sido escuchada por
Él durante su ministerio, a través de signos que anticipan el poder de su
muerte y de su resurrección: Jesús escucha la oración de fe expresada en
palabras (del leproso [cf Mc 1, 40-41], de Jairo [cf Mc 5, 36], de
la cananea [cf Mc 7,
29], del buen ladrón [cf Lc 23, 39-43]), o en silencio (de los portadores
del paralítico [cf Mc 2, 5], de la hemorroisa [cf Mc 5, 28] que toca
el borde de su manto, de las lágrimas y el perfume de la pecadora [cf Lc 7, 37-38]). La petición apremiante de
los ciegos: “¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!” (Mt 9, 27) o “¡Hijo de
David, Jesús, ten compasión de mí!” (Mc 10, 48) ha sido recogida en la tradición de la
Oración a Jesús: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí,
pecador”. Sanando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la
plegaria del que le suplica con fe: “Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!”.
San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: Orat pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis (“Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros”) (Enarratio in Psalmum 85, 1; cf Institución general de la Liturgia de las Horas, 7).
Gracias, Padre, por la lección de conversión que hoy
nos da Jesús en la parábola del fariseo y del publicano.
Haznos, Señor, entender que somos tan fariseos como pecadores,
tan hipócritas como mezquinos, tan necios como soberbios.
Nosotros encasillamos de una vez por todas a los demás,
pero tú eres el que brinda siempre una segunda oportunidad.
Tú crees en el hombre a pesar de todo, porque tu misericordia,
tú compasión, tu paciencia, tu amor y tu perdón no tienen límite.
Líbranos, Señor, de la religiosidad de escaparate,
y haz que la brisa de tu ternura oree nuestro yermo corazón
con la esperanza y el gusto de tu banquete de fiesta.
Amén.
hola visito su blog, muchísimas bendiciones.
ResponderEliminarmi blog www.creeenjesusyserassalvo.blogspot.com