CIUDAD
DEL VATICANO (Agencias).—
El papa Francisco considera que hay tres palabras
fundamentales para la convivencia en familia, “permiso, gracias y excusa”,
durante su intervención en la Fiesta de la Familia que se celebró ayer en la
Plaza de San Pedro.
Unos 150
mil miembros de familias católicas venidas de 75 países se reunieron en la
Plaza de San Pedro y aledaños para la peregrinación a la Tumba de San Pedro en
el Año de la Fe, bajo el lema “¡Familia, vive la alegría de la fe!”, y para
encontrarse con el Pontífice.
Durante
la fiesta hubo reflexiones, música, narración de cuentos a los niños y
testimonios, hasta que el papa Francisco hizo su aparición a las 17:30, hora
local, con un globo naranja en la mano y agarrando a varios niños que portaban
globos de diferentes colores, los cuales fueron soltados tras escucharse la
canción “We are the world” (Somos el mundo).
Tras
escuchar a ancianos, familias con y sin dificultades, jóvenes en paro y
emigrantes llegados de África, el Papa se dirigió a los presentes y habló de la
familia y del matrimonio. Aludió al divorcio, al considerar que “no hay que
hacer caso a esta cultura de lo provisional que rompe la vida en pedazos”.
“Los
esposos cristianos no son ingenuos, pero no tienen miedo de responder ante Dios
y ante la sociedad”, destacó. Explicó que el matrimonio es un “largo viaje que
deben hacer juntos, que dura toda la vida y necesita la ayuda de Jesús”.
Para el
Papa, hay tres palabras fundamentales para la convivencia en familia —permiso,
gracias y excusas— y pidió: “Que nunca terminemos la jornada sin hacer las
paces”.
El Papa ingresó a la plaza rodeado de niños que
llevaban globos de colores, les hizo practicar la señal de la
cruz y escuchó los testimonios de varias personas.
El Papa se refirió a las dificultades de vida,
incluso a sus tragedias, la dificultad de trabajar, de buscar trabajo y sobre
todo encontrarlo; algo que hoy requiere mucho esfuerzo.
Pero
lo que más pesa en la vida es la falta de amor, no recibir una sonrisa, no ser
escuchado, los silencios, incluso en familia. Sin el amor el esfuerzo es más
pesado, intolerable", subrayó.
También recordó las promesas de los esposos en el
sacramento matrimonial, de amarse y respetarse para siempre, y pidió "no hacer
caso de esta cultura de lo provisorio que corta la vida en pedazos".
"Los esposos cristianos no son unos ingenuos,
conocen los problemas y peligros de la vida. Sin escapar ni aislarse", se
ponen en camino juntos, "mano con mano y confiando en la mano del
Señor".
Los sacramentos no son para
decorar la vida –agregó, en relación al matrimonio cristiano. La Gracia del
sacramento es para hacerse fuerte en la vida, para ir adelante, sin aislarse,
siempre juntos".
Volvió a subrayar la importancia
de perdonarse cada día. "Porque todos tenemos defectos y hacemos cosas que
dañan a los demás".
"Pero, si falta el amor, falta la alegría,
falta la fiesta. Porque el amor nos lo da siempre Jesús: él es la fuente
inagotable, y se da a nosotros en la Eucaristía", explicó
el Pontífice.
"Gracias por haber venido. Juntos, hagamos
nuestras estas palabras de San Pedro, que nos dan fuerza y continuarán a darnos
fuerza en los momentos difíciles: '¿Señor, de quién iremos? Tú tienes palabras
de vida eterna!', concluyó la misa Francisco.
Las lecturas de este domingo nos
invitan a meditar sobre algunas características fundamentales de la familia
cristiana.
1. La primera: La familia que
ora. El texto del Evangelio pone en evidencia dos modos de orar, uno falso – el
del fariseo – y el otro auténtico – el del publicano.
El fariseo encarna una actitud que no manifiesta la acción de gracias a Dios por sus beneficios y su misericordia, sino más bien la satisfacción de sí. El fariseo se siente justo, se siente en orden, se pavonea de esto y juzga a los demás desde lo alto de su pedestal. El publicano, por el contrario, no utiliza muchas palabras. Su oración es humilde, sobria, imbuida por la conciencia de su propia indignidad, de su propia miseria: este hombre verdaderamente se reconoce necesitado del perdón de Dios, de la misericordia de Dios.
El fariseo encarna una actitud que no manifiesta la acción de gracias a Dios por sus beneficios y su misericordia, sino más bien la satisfacción de sí. El fariseo se siente justo, se siente en orden, se pavonea de esto y juzga a los demás desde lo alto de su pedestal. El publicano, por el contrario, no utiliza muchas palabras. Su oración es humilde, sobria, imbuida por la conciencia de su propia indignidad, de su propia miseria: este hombre verdaderamente se reconoce necesitado del perdón de Dios, de la misericordia de Dios.
La del publicano es la oración
del pobre, es la oración que agrada a Dios que, como dice la primera Lectura,
«sube hasta las nubes» (Si 35,16), mientras que la del fariseo está marcada por
el peso de la vanidad.
A la luz de esta Palabra,
quisiera preguntarles a ustedes, queridas familias: ¿Rezan alguna vez en
familia? Algunos sí, lo sé. Pero muchos me dicen: ¿Cómo se hace? Pero si se
hace como el publicano, es claro: humildemente, delante de Dios. Cada uno con
humildad se deja mirar por el Señor y pide su bondad, que venga a nosotros.
Pero, en familia, ¿cómo se hace? Porque parece que la oración sea algo
personal, y además nunca se encuentra el momento oportuno, tranquilo, en
familia… Sí, es verdad, pero es también cuestión de humildad, de reconocer que
tenemos necesidad de Dios, ¡como el publicano! Y todas las familias, tienen
necesidad de Dios: todas, ¡todas! Necesidad de su ayuda, de su fuerza, de su
bendición, de su misericordia, de su perdón. Y se requiere sencillez. ¡Para
rezar en familia se requiere sencillez! Rezar juntos el “Padre nuestro”,
alrededor de la mesa, no es una cosa extraordinaria: es fácil. Y rezar juntos
el Rosario, en familia, es muy bello, da mucha fuerza. Y también rezar el uno
por el otro: el marido por la mujer, la mujer por el marido, ambos por los
hijos, los hijos por los padres, por los abuelos… Rezar el uno por el otro.
Esto es orar en familia, y esto hace fuerte a la familia: la oración.
2. La segunda Lectura nos sugiere
otro aspecto: la familia conserva la fe. El apóstol Pablo, al final de su vida,
hace un balance fundamental, y dice «He conservado la fe» (2 Tm 4,7) ¿Cómo la
conservó? No en una caja fuerte. No la escondió bajo tierra, como aquel siervo
un poco perezoso. San Pablo compara su vida con una batalla y con una carrera.
Ha conservado la fe porque no se ha limitado a defenderla, sino que la ha
anunciado, irradiado, la ha llevado lejos. Se ha opuesto decididamente a
quienes querían conservar, «embalsamar» el mensaje de Cristo dentro de los
confines de Palestina. Por esto ha hecho opciones valientes, ha ido a
territorios hostiles, he aceptado el reto de los alejados, de culturas
diversas, ha hablado francamente, sin miedo. San Pablo ha conservado la fe
porque, así como la había recibido, la ha dado, yendo a las periferias, sin
atrincherarse en actitudes defensivas.
También aquí, podemos preguntar:
¿De qué manera, en familia, conservamos nosotros la fe? ¿La tenemos para
nosotros, en nuestra familia, como un bien privado, como una cuenta bancaria, o
sabemos compartirla con el testimonio, con la acogida, con la apertura hacia
los demás? Todos sabemos que las familias, especialmente las más jóvenes, van
con frecuencia «a la carrera», muy ocupadas; pero ¿han pensado alguna vez que
esta «carrera» puede ser también la carrera de la fe? Las familias cristianas
son familias misioneras. Ayer hemos escuchado, aquí en la Plaza, el testimonio
de familias misioneras. Son misioneras también en la vida de cada día, haciendo
las cosas de todos los días, ¡poniendo en todo la sal y la levadura de la fe!
Conservar la fe en familia y poner la sal y la levadura de la fe en las cosas
de todos los días.
3. Y un último aspecto
encontramos de la Palabra de Dios: la familia que vive la alegría. En el Salmo
responsorial se encuentra esta expresión: «Los humildes lo escuchen y se
alegren» (33,3). Todo este Salmo es un himno al Señor, fuente de alegría y de
paz. Y ¿cuál es el motivo de esta alegría? Es éste: El Señor está cerca,
escucha el grito de los humildes y los libra del mal. Lo escribía también San
Pablo: «Alegraos siempre… El Señor está cerca» (Flp 4,4-5). Eh … Me gustaría
hacer una pregunta, hoy. Alguno lleva la alegría en su corazón a casa, ¿eh?
Como una tarea que resolver. Y se responde a sí mismo. ¿Cómo es la alegría en
tu casa? ¿Cómo es la alegría en tu familia? Eh, den ustedes la respuesta.
Queridas familias, ustedes lo saben bien: la verdadera alegría que se disfruta en familia no es algo superficial, no viene de las cosas, de las circunstancias favorables… la verdadera alegría viene de la armonía profunda entre las personas, que todos experimentan en su corazón y que nos hace sentir la belleza de estar juntos, de sostenerse mutuamente el camino de la vida. A la base de este sentimiento de alegría profunda está la presencia de Dios, la presencia de Dios en la familia, está su amor acogedor, misericordioso, respetuoso hacia todos. Y sobre todo, un amor paciente: la paciencia es una virtud de Dios y nos ensena, en familia, a tener este amor paciente, el uno con el otro. Tener paciencia entre nosotros. Amor paciente. Sólo Dios sabe crear la armonía de las diferencias. Si falta el amor de Dios, también la familia pierde la armonía, prevalecen los individualismos, y se apaga la alegría. Por el contrario, la familia que vive la alegría de la fe la comunica espontáneamente, es sal de la tierra y luz del mundo, es levadura para toda la sociedad.
Queridas familias, vivan siempre
con fe y simplicidad, como la Sagrada Familia de Nazaret. ¡La alegría y la paz
del Señor esté siempre con ustedes!
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