lunes, 29 de julio de 2013

EVANGELIO DEL DOMINGO XVIII *TIEMPO ORDINARIO*CICLO C -



Hoy mucho parece girar en torno al dios-dinero: se trabaja para tener no sólo una seguridad económica razonable sino para tener la mayor abundancia posible. Por el dinero o la posesión de las herencias surgen tantas desavenencias entre hermanos, conflictos, divisiones, se generan odios y se maquinan venganzas e incluso asesinatos.
  La ambición se apodera de muchos corazones cuando el dinero está en juego. Normalmente los que más tienen siempre quieren más, y más se aferran a lo que tienen. Cada vez más la vida gira en torno al tener: los que tienen para no perder lo que tienen y para tener más. Los que no tienen o tienen poco, para llegar a tener más. Hombres o mujeres que se dejan llevar por el ansia de tener, por la codicia, se trastornan y se vuelven cada vez más egoístas e insensibles a las necesidades de los demás. Y aunque se creen dueños de su propio dinero, se vuelven sus esclavos; aunque se creen ricos, viven en la pobreza más espantosa: la del espíritu.

 Pero, ¿por qué se ambiciona tanto la riqueza, a veces a niveles obsesivos? El dinero ofrece una sensación de poder y dominio: “poderoso caballero, don dinero”, reza una sentencia popular. ¡Cuántas cosas se pueden alcanzar en este mundo cuando se tiene dinero! Tal es su poder que “hace girar al mundo” en torno a uno. Quien con el dinero “todo lo puede comprar” —cosas lícitas como también ilícitas— experimenta una sensación de seguridad: “mientras tenga dinero, nada me faltará, nada tengo de qué preocuparme; todo está a mi alcance”. El Señor advierte que se trata de una falsa sensación de seguridad, pues la vida de uno no está asegurada por sus bienes. Los bienes nada pueden contra la muerte, que llegará inexorablemente en el momento menos esperado, quizá cuando más seguros nos sintamos.
 El Señor nos invita a estar atentos para no ceder a la codicia, que nos lleva a poner nuestra seguridad última en las riquezas. Ellas no podrán comprarle la vida eterna, todo lo contrario, por su apego, por poner en ellas su confianza, existe el riesgo de que pierda la vida: «¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8,36). Mas esos mismos bienes nos pueden ayudar a ganar el Cielo si con actitud desprendida sabemos hacer un recto uso de ellos, administrándolos con sabiduría, para beneficio de muchos, según el corazón de Dios: «No amontonen tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonen más bien tesoros en el Cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben» (Mt 6,19-20). Ayudar con obras de caridad o de promoción humana y cristiana es hacerte rico a los ojos de Dios y atesorar riquezas en el Cielo.
Frente a la codicia, frente a la tendencia a aferrarme a lo que tengo, debo recordar constantemente esta verdad: yo no soy dueño de lo que poseo, sino sólo un administrador. Dios me ha dado todo lo que soy, tengo y puedo alcanzar en la vida. Si todo lo he recibido de Dios, ¿no conviene que también yo aprenda a ser generoso como Él ha sido y es generoso conmigo? ¿Cómo puedo hacer un buen uso de mis bienes, para poder ayudar a otros? No perdamos de vista que sólo somos peregrinos en este mundo, y que el Señor nos pedirá cuentas de lo que hicimos con los talentos que Él nos confió. A quien ha sabido administrar rectamente esos talentos, multiplicándolos para beneficio de todos, el Señor lo premiará con abundancia.

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas
                                                         Gloria a Ti Señor.



En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús:
— «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia».
Él le contestó:
— «Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre ustedes?»
Y dijo a la gente:
— «Miren: guárdense de toda clase de codicia. Que por más rico que uno sea, la vida no depende de los bienes».
Y les propuso una parábola:
— «Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y se puso a pensar:
“¿Qué haré? No tengo dónde almacenar la cosecha”.
Y se dijo:
“Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida”.
Pero Dios le dijo:
“Necio, esta misma noche vas a morir. Lo que has acumulado, ¿para quién será?”
Así le sucede al que amontona riquezas para sí mismo y no es rico a los ojos de Dios».
PALABRA DE DIOS.
GLORIA A TI SEÑOR JESUS. 




¿Dónde está la raíz de tantas amarguras, rencores y divisiones entre las personas, las familias y los grupos humanos?
El Evangelio de hoy es una clara respuesta. El pedido que le hacen a Jesús es de una actualidad increíble: “Dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”, le van a decir. Lo quieren usar a Jesús de juez o de árbitro, de la ambición de los hombres, es la ambición en el corazón del ser humano la causa profunda y real que destruye todo vínculo y carcome toda vida.

 Cuando el Señor dice: “Cuídense de toda avaricia”, está señalando un modo de vivir que solamente anhelan poseer para almacenar y acumular sin descanso. Forma de vivir que olvida toda necesidad ajena y termina consumiendo a todo el entorno.
La avaricia es sin duda la esclavitud que los hombres del siglo XXI estamos soportando. Se nos ofrece un estilo de vida que se presenta como auténtico por el sólo hecho de acceder a los bienes materiales.
 Hemos olvidado dimensiones como la espiritualidad, la interioridad, el ocio y el tiempo libre. No sabemos qué hacer con el silencio, y cada vez más nos cuesta relacionarnos humanamente con el que nos rodea.
Ser rico a los ojos de Dios es lo que el Evangelio hoy nos propone, porque la abundancia de bienes materiales no nos asegura absolutamente nada. No ser esclavos, vivir libres de toda atadura, es la constante y apasionante vida que el Evangelio nos propone, que los bienes materiales no dominen nuestros corazones.


Reflexión: P. Maximiliano Turri Asesor de la Pastoral Juvenil de la Diócesis de Chascomús



TERCERA PARTE
LA VIDA EN CRISTO
SEGUNDA SECCIÓN
LOS DIEZ MANDAMIENTOS
CAPÍTULO SEGUNDO
«AMARÁS A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO»


2259: La Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su hermano Caín, revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de la ira y la codicia, consecuencias del pecado original. El hombre se convirtió en el enemigo de sus semejantes.
El noveno mandamiento
«No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo» (Ex 20,17).
«El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5,28).
2514: S. Juan distingue tres especies de codicia o concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (ver 1Jn 2,16). Siguiendo la tradición catequética católica, el noveno mandamiento prohíbe la concupiscencia de la carne; el décimo prohíbe la codicia del bien ajeno.
El décimo mandamiento
«No codiciarás... nada que sea de tu prójimo» (Éx 20,17).
«No desearás... su casa, su campo, su siervo o su sierva, su buey o su asno: nada que sea de tu prójimo» (Dt 5,21).
«Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,21).
2534: El décimo mandamiento desdobla y completa el noveno, que versa sobre la concupiscencia de la carne. Prohíbe la codicia del bien ajeno, raíz del robo, de la rapiña y del fraude, prohibidos por el séptimo mandamiento. La «concupiscencia de los ojos» lleva a la violencia y la injusticia prohibidas por el quinto precepto. La codicia tiene su origen, como la fornicación, en la idolatría condenada en las tres primeras prescripciones de la ley. El décimo mandamiento se refiere a la intención del corazón; resume, con el noveno, todos los preceptos de la Ley.
2535: El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no poseemos. Así, desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece o es debido a otra persona.
2536: El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe también el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales:
Cuando la Ley nos dice: «No codiciarás», nos dice, en otros términos, que apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed del bien del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada, como está escrito: «El ojo del avaro no se satisface con su suerte» (Si 14,9) (Catech. R. 3,37).
2537: No se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen al prójimo siempre que sea por medios justos. La catequesis tradicional señala con realismo «quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas» y a los que, por tanto, es preciso «exhortar más a observar este precepto»:
Los comerciantes, que desean la escasez o la carestía de las mercancías, que ven con tristeza que no son los únicos en comprar y vender, pues de lo contrario podrían vender más caro y comprar a precio más bajo; los que desean que sus semejantes estén en la miseria para lucrarse vendiéndoles o comprándoles... Los médicos, que desean tener enfermos; los abogados que anhelan causas y procesos importantes y numerosos… (Catech. R. 3,37).



Desconéctame, Señor, de las cosas de mi vida que tanto amo....quiero que tu me ayudes a encontrar esa "perla escondida" que es aprender a vivir en la humildad.

Señor Jesús, manso y humilde.

Desde el polvo me sube y me domina esta sed de que todos me estimen, de que todos me quieran.
Mi corazón es soberbio. Dame la gracia de la humildad,mi Señor manso y humilde de corazón.

No puedo perdonar, el rencor me quema, las críticas me lastiman, los fracasos me hunden, las rivalidades me asustan.

No se de donde me vienen estos locos deseos de imponer mi voluntad, no ceder, sentirme más que otros... Hago lo que no quiero. Ten piedad, Señor, y dame la gracia de la humildad.

Dame la gracia de perdonar de corazón, la gracia de aceptar la crítica y aceptar cuando me corrijan. Dame la gracia, poder, con tranquilidad, criticarme a mi mismo.

La gracia de mantenerme sereno en los desprecios, olvidos e indiferencias de otros. Dame la gracia de sentirme verdaderamente feliz, cuando no figuro, no resalto ante los demás, con lo que digo, con lo que hago.

Ayúdame, Señor, a pensar menos en mi y abrir espacios en mi corazón para que los puedas ocupar Tu y mis hermanos.

En fin, mi Señor Jesucristo, dame la gracia de ir adquiriendo, poco a poco un corazón manso, humilde, paciente y bueno.

Cristo Jesús, manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo. Asi sea.

(P. Ignacio Larrañaga)







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