El
Evangelio del IV domingo de Cuaresma constituye una de las páginas más célebres
del Evangelio de Lucas y de los cuatro Evangelios: La parábola del hijo
prodigo. Todo, en esta parábola, es sorprendente; nunca había sido descrito
Dios a los hombres con estos rasgos. Ha tocado más corazones esta parábola sola
que todos los discursos de los predicadores juntos. Tiene un poder increíble
para actuar en la mente, en el corazón, en la fantasía, en la memoria. Sabe
tocar los puntos más diversos: el arrepentimiento, la vergüenza, la
nostalgia.
Nuestro corazón se regocija.
La
misericordia de Dios con nosotros pecadores, se refleja en la liturgia de hoy.
El
Evangelio nos narra hoy la
parábola del amor misericordioso del Padre.
Jesucristo quiere descubrirnos el amor del Padre que esperaba al Hijo y cuando llega lo recibe con el mayor amor que
podemos pensar.
Dios es Padre. Dios nos ama y nos espera. Dios es amor.
Este
domingo día del Señor recordamos que tenemos un padre infinitamente
misericordioso. El Señor nos reúne para mostrarnos su amor y su
misericordia.
Lectura del santo Evangelio
según san Lucas 15,
1-3.11-32
La parábola nos interpela acerca de nuestra propia vida cristiana en
clave de hijo menor -¡tantas idas y venidas!, ¡tanto buscarnos sólo a nosotros
mismos, ¡tantas mediocridades y faltas!- y de hijo mayor -el que todo lo sabe,
el perfecto, el bien ataviado, el responsable, el cumplidor, el irreprensible,
el juez que también se busca sólo a sí mismo y está lleno de soberbia
soterrada- que cada uno de nosotros podemos llevar encima y ser.
Nos llama y nos urge a ser el Padre de la parábola, en la acogida, en el perdón, en el amor, en la reconciliación plena y gozosa, sin pedir explicaciones, no exigir nada, sólo dando. El cuadro expresa el gozo inefable de la vuelta a casa, del regreso al hogar. ¡Yo soy casa de Dios! Todos y cada uno podemos ser mutuamente el Padre que acoge, perdona y ama.
Nos llama y nos urge a ser el Padre de la parábola, en la acogida, en el perdón, en el amor, en la reconciliación plena y gozosa, sin pedir explicaciones, no exigir nada, sólo dando. El cuadro expresa el gozo inefable de la vuelta a casa, del regreso al hogar. ¡Yo soy casa de Dios! Todos y cada uno podemos ser mutuamente el Padre que acoge, perdona y ama.
El anillo: Signo de filiación, ahora reencontrada.
Las sandalias: Signo de la libertad recuperada. En la cultura hebrea y antigua, los
esclavos iban descalzos; los hombres libres, iban calzados con sandalias.
El traje nuevo: Signo del cambio y de la reconciliación. Imprescindible para una vida
nueva y para la fiesta que después llegará.
El sacrificio del mejor novillo: Preanuncio del sacrificio del Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo y signo de la fiesta, a la que acompañarán la música
y los amigos. Es expresión de la fiesta de la reconciliación.
Pocos textos nos ayudarán tanto a entender la Penitencia como esta
“Parábola del hijo pródigo”. Es como un resumen perfecto de la doctrina del
Señor. Es como un evangelio en miniatura, donde encontramos una síntesis del
mensaje que Jesucristo quiere transmitirnos a todos los hombres: que el pecado
es lo peor que nos puede ocurrir, que hemos de tener la valentía de reconocerlo
y arrepentirnos, que Dios es un padre bueno siempre dispuesto a perdonarnos.
7 puntos
de reflexión
(CATECISMO DE LA IGLESIA n. 1439)
El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en esta parábola, cuyo centro es "el Padre misericordioso":
1. la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna;
2. la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna;
3. la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos;
4. la reflexión sobre los bienes perdidos;
5. el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno;
6. la acogida generosa del padre;
7. la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza. –
El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en esta parábola, cuyo centro es "el Padre misericordioso":
1. la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna;
2. la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna;
3. la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos;
4. la reflexión sobre los bienes perdidos;
5. el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno;
6. la acogida generosa del padre;
7. la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza. –
Juan
Pablo II, comentó en distintas ocasiones esta parábola de la misericordia
divina. Dice entre otras cosas:
Encíclica “DIVES IN MISERICORDIA” n. 5
Encíclica “DIVES IN MISERICORDIA” n. 5
Aquel
hijo, que recibe del padre la parte de patrimonio que le corresponde y abandona
la casa para malgastarla en un país lejano, "viviendo disolutamente",
es en cierto sentido el hombre de todos los tiempos, comenzando por aquel que
primeramente perdió la herencia de la gracia y de la justicia original. La
analogía en este punto es muy amplia. La parábola toca indirectamente toda
clase de rupturas de la alianza de amor, toda pérdida de la gracia, todo pecado
(…)
La analogía se desplaza claramente hacia el interior del hombre. El patrimonio que aquel tal había recibido de su padre era un recurso de bienes materiales, pero más importante que estos bienes materiales era su dignidad de hijo en la casa paterna. La situación en que llegó a encontrarse cuando ya había perdido los bienes materiales, le había hacer consciente, por necesidad, de la pérdida de esa dignidad. El no había pensado en ello anteriormente (…) El se mide a sí mismo con el metro de los bienes que había perdido y que ya "no posee", mientras que los asalariados en casa de su padre los "poseen". Estas palabras se refieren ante todo a una relación con los bienes materiales. No obstante, bajo estas palabras se esconde al drama de la dignidad perdida, la conciencia de la filiación echada a perder.
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA “RECONCILIACIÓN Y PENITENCIA” nn. 5-6:
Del hermano que estaba perdido...
El hombre -todo hombre- es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de separarse del Padre para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo, lo había fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí; atormentado incluso desde el fondo de la propia miseria por el deseo de volver a la comunión con el Padre. Como el padre de la parábola, Dios anhela el regreso del hijo, lo abraza a su llegad ay adereza la mesa para el banquete del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación.
... al hermano que se quedó en casa
El hombre -todo hombre- es también este hermano mayor. El egoísmo lo hace ser celoso, le endurece el corazón, lo ciega y lo hace cerrarse a los demás y a Dios. La benignidad y la misericordia del Padre lo irritan y lo enojan; la felicidad por el hermano hallado tiene para él un sabor amargo. También bajo este aspecto él tiene necesidad de convertirse para reconciliarse.
La parábola del hijo pródigo es, ante todo, la inefable historia del gran amor de un padre -Dios- que ofrece al hijo que vuelve a Él el don de la reconciliación plena. Pero dicha historia, al evocar en la figura del hermano mayor el egoísmo que divide a los hermanos entre sí, se convierte también en la historia de la familia humana; señala nuestra situación e indica la vía a seguir.
El hijo pródigo, en su ansia de conversión, de retorno a los brazos del padre y de ser perdonado representa a aquellos que descubren en el fondo de su propia conciencia la nostalgia de una reconciliación a todos los niveles y sin reservas, que intuyen con una seguridad íntima que aquélla solamente es posible si brota de una primera y fundamental reconciliación, la que lleva al hombre de la lejanía a la amistad filial con Dios, en quien reconoce su infinita misericordia.
La analogía se desplaza claramente hacia el interior del hombre. El patrimonio que aquel tal había recibido de su padre era un recurso de bienes materiales, pero más importante que estos bienes materiales era su dignidad de hijo en la casa paterna. La situación en que llegó a encontrarse cuando ya había perdido los bienes materiales, le había hacer consciente, por necesidad, de la pérdida de esa dignidad. El no había pensado en ello anteriormente (…) El se mide a sí mismo con el metro de los bienes que había perdido y que ya "no posee", mientras que los asalariados en casa de su padre los "poseen". Estas palabras se refieren ante todo a una relación con los bienes materiales. No obstante, bajo estas palabras se esconde al drama de la dignidad perdida, la conciencia de la filiación echada a perder.
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA “RECONCILIACIÓN Y PENITENCIA” nn. 5-6:
Del hermano que estaba perdido...
El hombre -todo hombre- es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de separarse del Padre para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo, lo había fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí; atormentado incluso desde el fondo de la propia miseria por el deseo de volver a la comunión con el Padre. Como el padre de la parábola, Dios anhela el regreso del hijo, lo abraza a su llegad ay adereza la mesa para el banquete del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación.
... al hermano que se quedó en casa
El hombre -todo hombre- es también este hermano mayor. El egoísmo lo hace ser celoso, le endurece el corazón, lo ciega y lo hace cerrarse a los demás y a Dios. La benignidad y la misericordia del Padre lo irritan y lo enojan; la felicidad por el hermano hallado tiene para él un sabor amargo. También bajo este aspecto él tiene necesidad de convertirse para reconciliarse.
La parábola del hijo pródigo es, ante todo, la inefable historia del gran amor de un padre -Dios- que ofrece al hijo que vuelve a Él el don de la reconciliación plena. Pero dicha historia, al evocar en la figura del hermano mayor el egoísmo que divide a los hermanos entre sí, se convierte también en la historia de la familia humana; señala nuestra situación e indica la vía a seguir.
El hijo pródigo, en su ansia de conversión, de retorno a los brazos del padre y de ser perdonado representa a aquellos que descubren en el fondo de su propia conciencia la nostalgia de una reconciliación a todos los niveles y sin reservas, que intuyen con una seguridad íntima que aquélla solamente es posible si brota de una primera y fundamental reconciliación, la que lleva al hombre de la lejanía a la amistad filial con Dios, en quien reconoce su infinita misericordia.
MENSAJE DOCTRINAL
1 -La
iniciativa divina en la reconciliación. La palabra griega traducida por reconciliación
significa etimológicamente cambio desde el otro. Reconciliarse quiere decir
cambiar a partir del otro, en nuestro caso, a partir de Dios. Es Dios quien
reconcilia consigo al pueblo de Israel, haciéndole atravesar el Jordán como si
fuera un nuevo Mar Rojo, renovando con él la Pascua y la Alianza como en el
Sinaí, dándole como alimento no ya el maná sino los frutos de la tierra que
conquistarán y en la que definitivamente se asentarán. Es el padre bueno de la
parábola lucana quien reconcilia consigo al hijo menor, abrazándole y
besándole, y logrando de esta manera que el hijo se reconcilie consigo mismo.
Es también el padre bueno el que toma la iniciativa de reconciliar al hermano
mayor con el menor, pasando por encima del pasado y valorando debidamente el
arrepentimiento del corazón. ¿Y qué es lo que Pablo escribe a los cristianos de
Corinto? Dios reconciliaba consigo al mundo en Cristo, sin tener en cuenta los
pecados de los hombres, y nos hacía depositarios del mensaje de la
reconciliación. Reconciliarse, en definitiva, es decir a Dios: Gracias por
haber dado el primer paso. Acepto tu perdón, acepto tu amor.
2- Reconciliarse
mirando hacia el futuro.
Reconciliarse con Dios significa primeramente reconocer que algo no ha andado
bien en nuestras relaciones con Él en el pasado. Significa además que hay un
interés en restablecer buenas relaciones con Dios en el presente y para el
futuro. Para los israelitas del desierto pasar el Jordán significa dejar atrás
un pasado de rebeldía, de quejas, de inseguridad, y renovar con Dios la alianza
de fidelidad y la entrega a la conquista de la tierra prometida. Los dos hijos
de la parábola tienen que romper con los últimos años de vida, en las
relaciones con su padre y en sus mutuas relaciones, para poder entrar en el
futuro con la recobrada dignidad de hijos. La reconciliación del cristiano con
Dios mira al plazo de vida que le queda para hacer el bien, y se proyecta sobre
todo hacia la otra ribera de la vida. Y el mensaje de reconciliación que Dios
ha depositado en nuestras frágiles manos, ¿no es un mensaje que hemos de hacer
eficaz ahora en el presente y en el futuro que llama continuamente a nuestra
puerta? Me reconcilio en el presente, pero los efectos de la reconciliación tienen
que prolongarse en el futuro; sin esta eficacia en el futuro, reconciliarse no
deja de ser una palabra tal vez bonita, pero hueca, sin repercusiones
eficientes, y por consiguiente una auténtica frustración.
3- Cristo,
paz y reconciliación nuestra. Cristo es el mediador último y definitivo de la
reconciliación con Dios. En el bautismo de Jesús las aguas del Jordán son
purificadas, y el nuevo pueblo tiene la posibilidad de reconciliarse con el
Padre. La vida de Jesucristo, sobre todo su muerte y resurrección es el camino
elegido por el Padre para reconciliarnos con Él y con todos los redimidos. Sólo
en Cristo y por Cristo logramos sentir la fuerza salvadora de Dios, que nos
quiere reconciliar consigo. Cristo es la última palabra de reconciliación que el
Padre dirige al hombre y al mundo. Por eso, quien vive reconciliado con Dios en
Cristo, es una nueva creatura. Lo viejo ha pasado y ha aparecido algo nuevo,
como nos recuerda san Pablo. El pasado no cuenta; lo que importa ahora es el
futuro, en el que llevar una vida reconciliada con Dios y con los hombres; en
el que ser verdaderos evangelizadores de la reconciliación.
Gracias Padre, por tu Amor Infinito
y Misericordioso,
gracias por tus brazos siempre abiertos,
gracias Señor por esperarnos siempre a pesar de nuestra nada,
gracias por amarnos tanto que todo nos haz dado
y como herencia hasta te haz ofrecido por nuestra salvación,
Tú nunca nos dejas Señor,
sino que somos nosotros los que te dejamos,
que no te dejemos Señor, que no te dejemos y te abracemos muy
fuerte y siempre sepamos que nos esperas …
Amén. ".
No hay comentarios:
Publicar un comentario