Amor Crucificado
Durante su vida Jesús
tocó amorosamente a los hombres. Abrazó a los niños y curó a los enfermos tocándolos. Abrazar es
una expresión esencial de amor, pero en el
abrazo también puedo retener al otro.
En la cruz se expresa otro amor, un amor que no retiene, sino que suelta y deja
libre. Al extender Jesús sus brazos me muestra
la esencia de su amor.
Es un amor que se
entrega y del cual Él mismo dijo: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13). Es un amor que se entrega para
que el otro tenga vida, que se da para que
el otro florezca, que aplica todos
sus recursos por el otro, que se
pone en juego por él a fin de que la vida
se logre.
Los brazos extendidos
muestran que Jesús se abre por nosotros total y completamente. Nada se reserva
para sí. Nos permite acercarnos a Él completamente.
Con sus
manos clavadas expresa que no va a defenderse de nuestras palabras hirientes y que no se
protege, sino que se expone de manera inclemente a la maldad del mundo. Pero
confía en que en medio de esa desprotección,
de esa impotencia, podrá superar la maldad
del mundo a través de su amor. Cuando dice
como última palabra: «Todo está consumado»,
está expresando su confianza en que el amor, precisamente en su
impotencia, es más fuerte que el poder de
este mundo que se atrinchera tras
las armas.
La imagen más impresionante del amor de Cristo que se entrega por nosotros es para mí el corazón de Jesús traspasado. Juan cuenta que uno de los soldados metió su lanza en el costado de Jesús y que de él brotó sangre y agua, que para Juan son los signos del Espíritu Santo que se vierte sobre todos los hombres desde el corazón abierto. Durante su vida, el amor de Jesús alcanzó sólo a las personas con las que tuvo contacto directo. Ahora, este amor se despoja de sus límites y fluye al mundo entero. Todo el que medite sobre el misterio del corazón traspasado de
Jesús puede beber de este amor. Así pues, vamos a contemplar este corazón y
dentro de él a Jesucristo y a ver
cómo entrega su espíritu a través de la sangre de su amante corazón, sana nuestras heridas y nos capacita para el amor.
Su
corazón traspasado nos muestra que no existe amor sin dolor. Cuando amo a alguien sin condición alguna me hago vulnerable, y tan pronto como el otro me desilusiona, surgen los malentendidos, y me llega hasta el corazón. No puedo hacer nada en contra; yo me puedo cerrar a las personas que no son importantes para mí; me pueden
incluso insultar, que no me afectará. Pero tan
pronto como el amigo a quien amo me hiera, la ofensa me atravesará el corazón. Jesús amó incluso a aquellos que lo rechazaron, no se protegió de ellos ni se hizo duro como una piedra, pero el amor que llega a amar a los enemigos es, en su vulnerabilidad e impotencia, más fuerte que el
odio de este mundo y nos llena a nosotros de una profunda paz. Esto se hace patente cuando Jesús perdona a sus asesinos con las palabras que Lucas
nos refiere: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Le 23,24). Jesús no se deja arrastrar
por una actitud de defensa que lo cercenaría de la vida y del amor. Sabe que incluso el que hiere y ofende conscientemente, ignora en lo profundo de su corazón lo que hace y que está empujado
por pasiones, instintos o coacciones surgidas
en la historia de su vida. Quizás lo haga porque él mismo ha sido herido o porque fue confundido por el
fanatismo, la estrechez o el miedo. Los
asesinos de Jesús pensaban que liquidaban a un blasfemo en nombre de Dios. Lo mismo
pasa, seguramente, con muchos de los que nos
declaran ahora su enemistad. Quizás se han
montado alguna teoría que justifica su malevolencia hacia nosotros y que quizás hasta los presente como piadosos
ante Dios. Si en esas ocasiones puedo decir al igual que Jesús: «Padre perdónalos porque no saben lo que hacen», no me dejo llevar por la animadversión. Estoy por encima de la maldad porque detecto en ella la ignorancia y la ceguera. Si puedo amar a mis enemigos, aunque me hieran, no podrán disponer de mí ni me podrán dominar. El amor será en mí más fuerte que las tentaciones de infectarme con el veneno del odio. La sangre y el agua que brotan del costado de Cristo son signos de que Él no se
dejó contagiar por la maldad que había a su alrededor, sino que el amor hizo brotar un colosal torrente que fecunda y transforma el mundo entero.
El corazón traspasado de Jesús quiere también abrir nuestro corazón cerrado, de
manera que ame a Dios del mismo modo que es amado por Él. San Alberto
Magno habla de intercambio de corazones. Nosotros abrimos nuestro
corazón a Cristo para que Él pueda vivir allí. El corazón de Jesús está
abierto para que encontremos en él nuestro hogar. De igual manera quiere Cristo
vivir en nuestro
corazón, de modo que podamos decir con
Pablo: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).
Surge entonces la
pregunta sobre cómo puedo y debo amar a Jesús, amar a Dios. El amor a una persona lo siento; incendia mi corazón, es más fuerte
que mi voluntad; determina todo mi pensar y
mi sentir. El amor a Cristo, sin embargo, no lo siento con la misma
emoción que el amor a una persona.
Sin embargo, existen
experiencias del amor de Dios hacia mí que hacen brotar mi amor hacia Dios.
Mi amor a Dios es siempre un amor quebradizo. Yo sé que a momentos de
intenso amor, siguen períodos de sequedad y aridez en los que las palabras de amor hacia Dios
me parecen huecas y vacías, en los que
reacciono alérgicamente cuando los
predicadores hablan con demasiada ligereza
del amor de Dios hacia nosotros y
del nuestro hacia Él. En esos momentos me ayuda el diálogo de Jesús con Pedro,
después de la resurrección, a orillas del lago Tiberíades, tal como Juan
(21,15-17) nos lo narra. Tres veces pregunta Jesús a Pedro: «Simón, hijo de
Juan, ¿me amas más que estos?». Pedro se entristece porque se acuerda de su
triple traición y como ya no puede hacer juramentos sagrados sobre su
indestructible amor, responde con mucha modestia: «Señor, Tú lo sabes todo, Tú
sabes que te amo» (Jn 21-17). Tú sabes de mi traición, mi infidelidad y mi
inconstancia. Sabes que en mi amor hay mucho egoísmo y cálculo, que giro con
bastante frecuencia en torno a mí. Pero también sabes que te amo. Tú sabes que
hay algo en mi corazón que es completamente auténtico y puro, que te quiero
amar de forma limpia, sin cálculo ni proyección.
A pesar de la
infidelidad que me precipita fuera del amor a Dios, lo que me importa en el
fondo del corazón, es amar a Dios. En mí hay al menos una profunda nostalgia de
amar a Dios con todo mi corazón, con todas mis fuerzas y con todos mis pensamientos
(cfr. Le 10,27). En esta fragilidad puedo repetir con Pedro modesta y humildemente:
«Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo, que al menos te quiero amar.»
Así pues, vamos a
sentarnos ante una cruz que nos resulte motivadora
Vamos a mirar los
brazos de Jesús generosamente extendidos, signos de un amor que no ata, sino
que deja libre y que se entrega personalmente por cada uno de nosotros.
Nos dejaremos abrazar y
envolver por ese amor crucificado de Cristo; luego miraremos el corazón traspasado
por el que se derrama a torrentes, especialmente para cada uno de nosotros,
el amor de Cristo.
Dejemos que este amor
de Cristo actúe sobre nosotros. Quizás entonces crezca también en nosotros un
fuerte amor de correspondencia; sólo entonces podremos responder agradecidos
amando con el corazón roto, desconfiado, impredecible, a Jesucristo crucificado
y resucitado.
Que crezca en nosotros
un amor que nos libere, en vez de atarnos, que se entregue en vez de exigir,
que fluya como el torrente de sangre y agua que brota del corazón de Jesús, que
muera por el otro en vez de matarlo por nuestro control y celos. Ojalá que el
amor crucificado de Cristo nos llene de una profunda paz y de una alegre
gratitud...
En el transcurso de esta
semana, que llamamos Grande, la prolongada tiranía del diablo llegó a su
término, la muerte se extinguió, el Fuerte fue vencido, sus bienes dispersados,
el pecado fue rechazado, abolida la maldición, el paraíso está nuevamente
abierto, y el acceso al cielo libre y expedito, los seres humanos han entrado
en comunicación con los ángeles, el muro de separación ha sido derribado, el
velo rasgado y el Dios de la paz nos ha traído la paz a cielo y tierra. Esas
son las razones por las que denominamos Grande a esta semana.
Es comprensible que durante
esta semana la multitud de los cristianos intensifique sus esfuerzos, algunos
multiplican sus ayunos, otros sus vigilias santas, otros sus limosnas. Esta es
una manera de atestiguar, a través del celo por las buenas obras, todo el bien
que nos ha hecho el Señor. Cuando el Señor resucitó a Lázaro, la ciudad toda de
Jerusalén atestiguaba de que había resucitado a un muerto a través de la
multitud que salía al encuentro de Cristo, ya que el fervor de aquellos que
salían a recibirlo atestiguaba la magnitud del milagro realizado; del
mismo modo, nuestro fervor en celebrar la Semana Grande prueba y atestigua la
magnitud de las grandes obras realizadas antaño [a favor nuestro]. Porque nosotros,
los que partimos actualmente al encuentro de Cristo, no salimos de una sola
ciudad, únicamente de Jerusalén, sino que en el mundo entero las Iglesias, a
millares, parten al encuentro de Jesús; no salen a recibirlo agitando ramos de
palmera, sino que ofrecen a Cristo el Señor la limosna, el amor al prójimo, la
virtud, el ayuno, las lágrimas, la oración, las vigilias y toda suerte de
virtudes.
¡Alaba alma mía al Señor, alabaré al Señor mientras
viva, [salmodiaré
para mi Dios mientras exista].
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