A continuación el texto completo de la homilía del Santo Padre:
Queridos hermanos y hermanas
Celebro con alegría la primera Misa Crismal como Obispo de Roma. Os
saludo a todos con afecto, especialmente a vosotros, queridos
sacerdotes, que hoy recordáis, como yo, el día de la ordenación.
Las lecturas, también el Salmo, nos hablan de los «Ungidos»: el siervo
de Yahvé de Isaías, David y Jesús, nuestro Señor. Los tres tienen en
común que la unción que reciben es para ungir al pueblo fiel de Dios al
que sirven; su unción es para los pobres, para los cautivos, para los
oprimidos...
Una imagen muy bella de este «ser para» del santo crisma es la del Salmo
133: «Es como óleo perfumado sobre la cabeza, que se derrama sobre la
barba, la barba de Aarón, hasta la franja de su ornamento» (v. 2). La
imagen del óleo que se derrama, que desciende por la barba de Aarón
hasta la orla de sus vestidos sagrados, es imagen de la unción
sacerdotal que, a través del ungido, llega hasta los confines del
universo representado mediante las vestiduras.
La vestimenta sagrada del sumo sacerdote es rica en simbolismos; uno de
ellos, es el de los nombres de los hijos de Israel grabados sobre las
piedras de ónix que adornaban las hombreras del efod, del que proviene
nuestra casulla actual, seis sobre la piedra del hombro derecho y seis
sobre la del hombro izquierdo (cf. Ex 28,6-14). También en el pectoral
estaban grabados los nombres de las doce tribus de Israel (cf. Ex
28,21).
Esto significa que el sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al
pueblo que se le ha confiado y llevando sus nombres grabados en el
corazón. Al revestirnos con nuestra humilde casulla, puede hacernos bien
sentir sobre los hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro
pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires, que en este
tiempo son tantos.
De la belleza de lo litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los
trapos, sino presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en
su pueblo vivo y consolado, pasamos ahora a fijarnos en la acción. El
óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda perfumando su
persona sino que se derrama y alcanza «las periferias».
El Señor lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los
cautivos, para los enfermos, para los que están tristes y solos. La
unción, queridos hermanos, no es para perfumarnos a nosotros mismos, ni
mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio
el aceite... y amargo el corazón.
Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo; esta es
una prueba clara. Cuando la gente nuestra anda ungida con óleo de
alegría se le nota: por ejemplo, cuando sale de la Misa con cara de
haber recibido una buena noticia.
Nuestra gente agradece el evangelio predicado con unción, agradece cuando el evangelio que predicamos llega a su vida
cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta los bordes de la
realidad, cuando ilumina las situaciones límites, «las periferias» donde
el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren
saquear su fe.
Nos lo agradece porque siente que hemos rezado con las cosas de su vida
cotidiana, con sus penas y alegrías, con sus angustias y sus esperanzas.
Y cuando siente que el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través
nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que le llegue al
Señor: «Rece por mí, padre, que tengo este problema...». «Bendígame,
padre», y «rece por mí» son la señal de que la unción llegó a la orla
del manto, porque vuelve convertida en súplica, súplica del Pueblo de
Dios.
Cuando estamos en esta relación con Dios y con su Pueblo, y la gracia
pasa a través de nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los
hombres. Lo que quiero señalar es que siempre tenemos que reavivar la
gracia e intuir en toda petición, a veces inoportunas, a veces puramente
materiales, incluso banales –pero lo son sólo en apariencia– el deseo
de nuestra gente de ser ungidos con el óleo perfumado, porque sabe que
lo tenemos.
Intuir y sentir como sintió el Señor la angustia esperanzada de la
hemorroisa cuando tocó el borde de su manto. Ese momento de Jesús,
metido en medio de la gente que lo rodeaba por todos lados, encarna toda
la belleza de Aarón revestido sacerdotalmente y con el óleo que
desciende sobre sus vestidos. Es una belleza oculta que resplandece sólo
para los ojos llenos de fe de la mujer que padecía derrames de sangre.
Los mismos discípulos –futuros sacerdotes– todavía no son capaces de
ver, no comprenden: en la «periferia existencial» sólo ven la
superficialidad de la multitud que aprieta por todos lados hasta
sofocarlo (cf. Lc 8,42). El Señor en cambio siente la fuerza de la
unción divina en los bordes de su manto.
Así hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder y su eficacia
redentora: en las «periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre
derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos
patrones. No es precisamente en autoexperiencias ni en introspecciones
reiteradas que vamos a encontrar al Señor: los cursos de autoayuda en la
vida pueden ser útiles, pero vivir nuestra vida sacerdotal pasando de
un curso a otro, de método en método, lleva a hacernos pelagianos, a
minimizar el poder de la gracia que se activa y crece en la medida en
que salimos con fe a darnos y a dar el Evangelio a los demás; a dar la
poca unción que tengamos a los que no tienen nada de nada.
El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco –no digo «nada» porque,
gracias a Dios, la gente nos roba la unción– se pierde lo mejor de
nuestro pueblo, eso que es capaz de activar lo más hondo de su corazón
presbiteral. El que no sale de sí, en vez de mediador, se va
convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor.
Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor «ya tienen
su paga», y puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón,
tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De
aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan
tristes, sacerdotes tristes, y convertidos en una especie de
coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser
pastores con «olor a oveja» –esto os pido: sed pastores con «olor a
oveja», que eso se note–; en vez de ser pastores en medio al propio
rebaño, y pescadores de hombres.
Es verdad que la así llamada crisis de identidad sacerdotal nos amenaza a
todos y se suma a una crisis de civilización; pero si sabemos barrenar
su ola, podremos meternos mar adentro en nombre del Señor y echar las
redes. Es bueno que la realidad misma nos lleve a ir allí donde lo que
somos por gracia se muestra claramente como pura gracia, en ese mar del
mundo actual donde sólo vale la unción –y no la función– y resultan
fecundas las redes echadas únicamente en el nombre de Aquél de quien nos
hemos fiado: Jesús.
Queridos fieles, acompañad a vuestros sacerdotes con el afecto y la
oración, para que sean siempre Pastores según el corazón de Dios.
Queridos sacerdotes, que Dios Padre renueve en nosotros el Espíritu de
Santidad con que hemos sido ungidos, que lo renueve en nuestro corazón
de tal manera que la unción llegue a todos, también a las «periferias»,
allí donde nuestro pueblo fiel más lo espera y valora.
Que nuestra gente nos sienta discípulos del Señor, sienta que estamos
revestidos con sus nombres, que no buscamos otra identidad; y pueda
recibir a través de nuestras palabras y obras ese óleo de alegría que
les vino a traer Jesús, el Ungido.
Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario