viernes, 15 de marzo de 2013

5º Domingo de Cuaresma

El domingo pasado proclamábamos la parábola del hijo pródigo, parábola del amor que nos redime y devuelve a la vida, que nos abre la puerta de nuestra casa para vivir como hijos amados del Padre. Vuelta a casa para ser hijos, pero no el hijo mayor, autosuficiente y obediente.

El evangelio de este quinto domingo de Cuaresma nos narra la historia de la mujer adúltera, otra hija pródiga, frente a sus hermanos mayores, los aparentemente puros y cumplidores de la Ley, que no sólo la quieren expulsar de la casa sino que piden su muerte.





El Evangelio nos muestra cómo Dios –bondadoso y compasivo– quiere anular nuestro pasado de pecado renovándonos mediante el perdón. Jesús nos habla del “cambio” que la bondad de Dios quiere obrar en nosotros por el perdón y la reconciliación.

 Ya llega Semana Santa. Y la Iglesia insiste, por tercer domingo consecutivo,  con el tema de la bondad y misericordia de Dios, con su deseo de perdonarnos. Necesitamos arrepentirnos y encontrarnos con el Señor para lograr la alegría y la paz.




          Lectura del santo Evangelio según san Juan 
                                 Gloria a Tí Señor.
  


  "El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra"
 
PALABRA DE DIOS
GLORIA A TI SEÑOR JESUS.
                                                       


Jesús les enseñaba. Nos parece estar escuchando uno de los sumarios de Lucas (cf Lc 5,15-16), en los que se resume la actividad que Jesús realiza un día cualquiera. Ora retirado en el monte de los Olivos, de madrugada se presenta en el templo, todo el pueblo acude a él, y les enseña sentado, con calma. Jesús transmite a todos la vida que el Padre le regala. En el relato que sigue vamos a ver cómo Jesús regala la vida a una mujer. A la sobriedad con que el narrador cuenta estas cosas debemos responder los lectores deteniéndonos respetuosamente en cada una de las cosas que hace Jesús. 


Una mujer sorprendida en adulterio. Es el primer cuadro. Este relato pone una vez más de manifiesto la dialéctica entre Jesús y los fariseos en relación con los pecadores. Mientras enseña en el templo, un grupo de perfectos le presentan un caso legal práctico, con intención capciosa, para tener de qué acusarlo. La ley decreta pena de muerte para la adúltera (Lv 20,10), pena de muerte por lapidación para la prometida o desposada infiel al hombre a quien legalmente pertenece aunque todavía no conviva con él (Dt 22,21). En el plano simbólico muchos textos del AT presentan a Yahvé como el esposo que perdona y reconcilia consigo a la mujer infiel (Os 2; Is 1,21; Ez 16). Quizás como una excusa, allí está la mujer, en medio, como un desierto sin agua, a falta de una mirada que le devuelva la vida y sople sobre ella el aliento de la esperanza. La mujer acusada representa a todos los reos de la historia que esperan la sentencia de muerte de muy diversas maneras.

 
¿Qué dices? Los letrados y fariseos preguntan a Jesús qué es lo que piensa de la ley. ¿Qué debe prevalecer, la ley o la misericordia, la justicia o el perdón? Esto presupone que los interlocutores han visto a Jesús distanciarse de la ley y perdonar pecados. No les importa tanto el pecado o la situación de la mujer, sino lo que diga Jesús.
 Le han tendido una trampa. Cualquier solución que proponga le perjudicará. A quien realmente quieren lapidar es a Jesús, pero Jesús sabrá salir airoso. El profeta Isaías había dicho al pueblo: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo. Mirad que realizo algo nuevo. Ya está brotando, ¿no lo notáis?” (Is 43,18-19). ¿Dónde muestra Jesús la novedad? La va a realizar en un episodio lleno de ternura hacia una mujer acusada y condenada, a la que quiere convertir en una mujer nueva.


Escritura en el suelo. A Jesús le han preguntado qué hacer con ella. En voz alta culpabilizan a la mujer. Jesús, en vez de responder enseguida, escribe en el suelo.
Responde y sigue escribiendo. Este es el único pasaje de los evangelios en que se dice que Jesús escribió algo. ¿Qué escribe Jesús? Quizás escribe la sentencia, quizás garabatea en el suelo indicando que no le interesan aquellas disquisiciones, quizás dice con el gesto que Dios escribe a los pecadores en el polvo, que El es quien juzga. Así es la historia de Dios con la humanidad: un progresivo abajamiento para escribir en el polvo palabras de salvación y no de condena. 


El que esté sin pecado que tire la primera piedra. La sentencia es única y está formulada de un modo inolvidable. La piedra, a causa de su increíble abundancia en Palestina, se halla siempre presente en la mano y en la mente de los judíos. Las utilizaban para defender la ley, para defender la santidad, para defender a Dios. A los que tienen piedras en las manos les dice Jesús que se detengan y se miren por dentro para descubrir si su conciencia les asegura que son dignos de ponerse a juzgar. También ellos están necesitados de la gracia. Solo cuando todos ellos se vean mirados por la gracia, serán capaces de mirar de forma nueva a la mujer que está en el suelo. Ninguno se atreve a tirar piedras, todos se van avergonzados, empezando por los más viejos. Tal vez se alude aquí al relato de Susana, en la que dos ancianos la intentan seducir y un niño desenmascara su mentira y su crimen.


Solo Jesús, con la mujer. Es el segundo cuadro. Esta escena entre Jesús y la mujer está descrita con un lenguaje y fuerza insuperables, sin ninguna palabra de más o de menos. Jesús se incorpora y habla por primera vez a la mujer. El que está sin pecado no condena. Lo mejor que le ha podido pasar a la mujer es caer en las manos de Jesús, que son las manos del Padre, las manos de la misericordia. Jesús encarna el espíritu del Padre de la parábola de la misericordia y se muestra paciente, comprensivo, lúcido, generoso, compasivo. Entabla con ella un diálogo de amor, no de condena. La sonríe, la levanta. Siente una compasión inmensa. A pesar del viento y de la marea, se ha hecho presente la ternura del Padre. Hay alegría honda en ese tú a tú. Jesús está recreando una vida. Está abriendo el presente casi apagado de una mujer, tapado por tantas miradas acusadoras, a nuevas posibilidades. 



No peques más. Jesús recrea a la mujer, le da un vestido nuevo y un nombre nuevo. La embellece con el perdón. Ahora es una mujer nueva. Lo malo es que los fariseos ya se han marchado y no han visto la ternura de Jesús. Ha quedado claro que no hay más ley que la misericordia.







SEGUNDA SECCIÓN
LOS DIEZ MANDAMIENTOS
CAPÍTULO SEGUNDO
«AMARÁS A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO»
ARTÍCULO 6
EL SEXTO MANDAMIENTO

2380: El adulterio. Esta palabra designa la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un adulterio. Cristo condena incluso el deseo del adulterio. El sexto mandamiento y el Nuevo Testamento prohíben absolutamente el adulterio. Los profetas denuncian su gravedad; ven en el adulterio la imagen del pecado de idolatría.
2381: El adulterio es una injusticia. El que lo comete falta a sus compromisos. Lesiona el signo de la Alianza que es el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del otro cónyuge y atenta contra la institución del matrimonio, violando el contrato que le da origen. Compromete el bien de la generación humana y de los hijos, que necesitan la unión estable de los padres.
2384: El divorcio es una ofensa grave a la ley natural. Pretende romper el contrato, aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte. El divorcio atenta contra la Alianza de salvación de la cual el matrimonio sacramental es un signo. El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente:
Si el marido, tras haberse separado de su mujer, se une a otra mujer, es adúltero, porque hace cometer un adulterio a esta mujer; y la mujer que habita con él es adúltera, porque ha atraído a sí al marido de otra.

 

SEGUNDA PARTE 
LA CELEBRACIÓN DEL MISTERIO CRISTIANO
SEGUNDA SECCIÓN:
LOS SIETE SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
CAPÍTULO SEGUNDO
LOS SACRAMENTOS DE CURACIÓN
ARTÍCULO 4
EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN

VI. El sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación

1442: Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del «ministerio de la reconciliación» (2Cor 5,18). El apóstol es enviado «en nombre de Cristo», y «es Dios mismo» quien, a través de él, exhorta y suplica: «Dejaos reconciliar con Dios» (2Cor 5,20).

1446: Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como «la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia».
982: No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar. «No hay nadie, tan perverso y tan culpable, que no deba esperar con confianza su perdón siempre que su arrepentimiento sea sincero» (Catecismo Romano). Cristo, que ha muerto por todos los hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que vuelva del pecado.





Señor, concédeme la gracia de valorar tu amor misericordioso. 
Concédeme, Dios mío, la fuerza para no caer en las tentaciones
 y la humildad para pedir perdón por mis pecados.
Jesucristo, gracias por el infinito amor que me tienes
 y por todas las veces que me has perdonado. 
Somos débiles y con facilidad nos alejamos de Ti. 
Ayúdame, Señor, a caminar por el sendero de tu amor 
y extiende tu mano para levantarme de la caídas. 
Te ofrezco mi esfuerzo y la lucha de cada día por ser un mejor cristiano.
                                                                                Amén.


 
 

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