“Fortaleced
vuestros corazones” (St 5,8)
Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma 2015
Poniendo en guardia contra «la dimensión mundial» de la «globalización de la indiferencia», «malestar que tenemos que afrontar como cristianos», el Papa empieza su Mensaje para la Cuaresma 2015 - titulado «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8) – recordando que el camino cuaresmal «es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Co 6,2).
En su Mensaje - fechado en el Vaticano, el 4 de octubre de 2014 Fiesta de san Francisco de Asís - el Obispo de Roma, desea que se celebre en toda la Iglesia el próximo 13 de marzo, que coincide con el segundo aniversario de su elección pontificia la iniciativa «24 horas con el Señor», cuyo lema este año es «Dios rico en misericordia». Y reitera que «Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos a Dios porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede».
«Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen …, hace hincapié el Papa Francisco, refiriéndose luego a la «actitud egoísta, de la indiferencia», que «ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos».
Tras destacar que cuando «el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente», el Papa escribe textualmente: «uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de la globalización de la indiferencia. La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos».
Francisco propone tres pasajes para meditar acerca de la renovación que necesita el pueblo de Dios «para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo». «Necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan. Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre».
«Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co12,26)– La Iglesia; «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) – Las parroquias y las comunidades; y «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8) – La persona creyente. Son los tres pasajes que propone el Papa ante un mundo que «tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo en Él», por lo que la «Iglesia, nunca debe sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida».
En el tercer pasaje «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8), que es también el título del mensaje pontificio, el Papa Francisco, refiriéndose a la persona creyente recuerda que «estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir». Y Para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia, recuerda que es indispensable la oración, la caridad y la conversión.
El Obispo de Roma señala en primer lugar, que «podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa 24 horas para el Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia — también a nivel diocesano — en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta necesidad de la oración».
«Queridos hermanos y hermanas, deseo orar con ustedes a Cristo en esta Cuaresma: «Haz nuestro corazón semejante al tuyo » (Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De ese modo tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia», con este deseo concluye su Mensaje el Papa Francisco, asegurando su «oración para que todo creyente y toda comunidad eclesial recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y les pido que recen por mí.
Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde».
Queridos hermanos y hermanas,
La
Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y
para cada creyente. Pero, sobre todo, es un”tiempo de gracia” (2 Co 6,2). Dios
no nos pide nada que no nos haya dado antes: “Nosotros amemos al Señor porque
Él nos amó primero” (1 Jn 4,19).Él no es indiferente a nosotros. Está
interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y
nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le
impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien
y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios no hace
jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias
que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo esto relativamente
bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esa actitud egoísta, de
indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que
podemos hablar de globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que
tenemos que afrontar como cristianos.
Cuando el
pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a las preguntas
que la historia le plantea continuamente. Uno de los desafíos más urgentes
sobre lo que quiere detenerme en este mensaje es el de la globalización de la
indiferencia.
La
indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para
los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los
profetas que levantan su voz y nos despiertan.
Dios no
es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su propio Hijo
por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la
muerte y en la resurrección del Hijo de Dios, se abre definitivamente la puerta
entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra. Y la Iglesia es como la
mano que tiene abierta esta puerta mediante la proclamación de la Palabra, la
celebración de los sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad
(cf Ga 5, 6). Sin embargo, el mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la
puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo entra en Él. Así,
la mano, que es la Iglesia, nunca debe sorprenderse si es rechazada, aplastada
o herida.
El pueblo
de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser indiferente y
para no cerrarse en sí mismo. Querría proponeros tres pasajes para meditar
acerca de esta renovación.
1.- “Si
un miembro sufre, todos sufren con él”
(1 Co 12,26)- La Iglesia
La
caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos nos la ofrece la
Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con su testimonio. Sin embargo, solo
se puede testimoniar lo que antes de ha experimentado. El cristiano es aquel
que permite que Dios lo revista de su bondad y de su misericordia, que lo
revista de Cristo para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres.
Nos lo recuerda la liturgia del Jueves Santo con el rito del lavatorio de los
pies. Pedro no quería que Jesús le lavase los pies, pero después entendió que
Jesús no quería ser solo un ejemplo de cómo debemos lavarnos los pies unos a
otros. Ese servicio solo lo puede hacer quien antes se ha dejado lavar los pies
por Cristo. Solo estos tienen parte con Él (Jn 13, 8) y así pueden servir al
hombre.
La
Cuaresma es un tiempo oportuno para dejarnos servir por Cristo y así llegar a
ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando
recibimos los sacramentos, en particular, la eucaristía. En ella, nos
convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar para
la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros
corazones. Quien es de Cristo pertenece a uno solo cuerpo y en Él no se es
indiferente hacia los demás. “Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un
miembro es honrado, todos se alegran con él” (1 Co 12, 26).
La
Iglesia es communio sanctorum porque en ella participan los santos, pero a su
vez porque es comunión de cosas santas: el amor de dios que se nos reveló en
Cristo y con todos sus dones. Entre estos está también la respuesta de cuantos
se dejan tocar por ese amor. En esta comunión de los santos y en esta
participación en las cosas santas, nadie posee solo para sí mismo, sino que lo
es tiene es para todos. Y puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer algo
también por quienes están lejos, por aquellos a quienes no podríamos llegar
solo con nuestras fuerzas porque con ellos y por ellos rezamos a Dios para que
todos nos abramos a su obra de salvación.
2.-
“¿Dónde está tu hermano?” (Gn 4, 9) –
Las parroquias y las comunidades
Lo que
hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en la vida de las
parroquias y comunidades. En estas realidades eclesiales, ¿se tiene la
experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo?, ¿un cuerpo que recibe y
comparte lo que Dios quiere donar?, ¿un cuerpo que conoce a sus miembros más
débiles, más pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos?, ¿o nos refugiamos en
un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero
olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (cf. Lc 16,
19-31).
Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que Dios nos da es preciso superarlos confines de la Iglesia visible en dos direcciones.
Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que Dios nos da es preciso superarlos confines de la Iglesia visible en dos direcciones.
En primer
lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando la Iglesia
terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega
ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios, formamos
parte de la comunión en la cual el amor vence a la indiferencia. La Iglesia del
cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y
goza en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias que, con la muerte
y resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza
del corazón y el odio. Hasta que esta victoria del amor no inunde todo el
mundo, los santos caminan con nosotros, todavía peregrinos. Santa Teresita de
Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría en el
cielo por la victoria del amor crucificado no es plena mientras haya un solo
hombre en la tierra que sufra y gima: “Cuanto mucho con no permanecer inactiva
en el cielo, mi deseo es seguir trabajando para la Iglesia y para las almas” (Carta
254, 17 de julio de 1897).
También
nosotros participamos de los méritos y de la alegría de los santos, así como
ellos participan de nuestra lucha y de nuestro deseo de paz y de
reconciliación. Su alegría por la victoria de Cristo resucitado es para nosotros
motivo de fuerza para superar tantas formas de indiferencia y de dureza de
corazón.
Por otra
parte, toda la comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la pone
en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados. La Iglesia
por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma, sino que
es enviada a todos los hombres.
Esta
misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere llevar toda la realidad y
cada hombre al Padre. La misión es lo que el amor no puede callar. La Iglesia
sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada hombre, hasta los confines
de la tierra (cf. Hch 1,8). Así podemos ver en nuestro prójimo al hermano y a
la hermana por quienes Cristo murió y resucitó. Lo que hemos recibido, lo hemos
recibido también para ellos. E, igualmente, lo que estos hermanos poseen es un
don para la Iglesia y para toda la humanidad.
Queridos
hermanos y hermanas, ¡cuánto deseo que los lugares en los que manifiesta la
Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a
ser islas de misericordia en medio de la indiferencia!
3.-
“¡Fortaleced vuestros corazones!” (St 5, 8)-
La persona creyente
También
como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos saturados de
noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo
tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir. ¿Qué podemos hacer
para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia?
En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y
celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La
iniciativa 24 horas para el Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia
–también a nivel diocesano-, en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta
necesidad de la oración.
En
segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las
personas cercanas como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de
caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar el interés
por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra
participación en la misma humanidad.
Y, en
tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye una llamada a la conversión,
porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, la
dependencia de Dios y de los hermanos. Si pedimos humildemente la gracia de
Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades, confiaremos en las
infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y podremos resistir a
la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al
mundo y a nosotros mismos.
Para
superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a
todos en este tiempo de Cuaresma sed viva como una formación del corazón, como
dijo Benedicto XVI (Deus caritas est, 31). Tener un corazón misericordioso no
significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un
corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que
se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos
llevan a los hermanos y a las hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que
conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro.
Por esto,
queridos hermanos y hermanas, deseo orar con vosotros a Cristo en esta
Cuaresma: “Fac cor nostrum secundum Cor tuum”: “Haz nuestro semejante al tuyo”
(Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De este modo, tendremos
un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje
encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de la
indiferencia.
Con este
deseo, aseguro mi oración para que todo creyente y toda comunidad eclesial
recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y os pido que recéis por mí.
Qué el Señor os bendiga y la Virgen os guarde.
FRANCISCO
Vaticano,
4 de octubre de 2014, fiesta de San Francisco de Asís.
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