Llegando
este tiempo, empezamos a preparar todo para la celebración de la Navidad. Antes
todo era distinto, el llamado "espíritu navideño" se respiraba en
estas fechas cercanas. Hoy día, cada vez hay menos cosas que nos centre la
Navidad en lo que verdaderamente es.
Es como si quisieran obligarnos a celebrar la Navidad a la forma
"laicista" y no a la Cristiana. Cada año hay más adornos, más más menús
para las cenas y comidas, más decoración de mesas (con las vajillas,
cristalerías...) y todo se va enfocando a eso. Pero sólo a eso. En casa siempre
hemos puesto el "Belén" o "Nacimiento" pero cada año encuentro
menos cosas para ello en los grandes almacenes. Recuerdo cuando ponían el
"Belén" y me gustaba contemplarlo. Ahora ya no lo ponen. Pero eso si;
juguetes, consolas, videojuegos, cristalerías y "Papanoeles"... los
que quiera.
María vivió el primer Adviento.
¿Quién mejor que Ella supo esperar al Señor? Ella que, además de dar a
luz, dio la Luz al mundo.
Origen del pesebre y la Solemnidad de la Encarnación
Esta tradición nace del
corazón humilde y contemplativo de San Francisco de Asís, que quiso celebrar
con gran solemnidad y tratando de reproducir el ambiente que posiblemente se
vivió en Belén 1223 años atrás. Veamos el relato de Tomás de Celano uno de sus
biógrafos.
LA NAVIDAD DE GRECCIO
CELEBRADA POR SAN FRANCISCO (1223)
Relato de Tomás de Celano (1 Cel 84-87)
Digno de recuerdo y de celebrarlo con piadosa memoria es lo que hizo Francisco tres años antes de su gloriosa muerte, cerca de Greccio, el día de la natividad de nuestro Señor Jesucristo. Vivía en aquella comarca un hombre, de nombre Juan, de buena fama y de mejor tenor de vida, a quien el bienaventurado Francisco amaba con amor singular, pues, siendo de noble familia y muy honorable, despreciaba la nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza del espíritu. Unos quince días antes de la navidad del Señor, el bienaventurado Francisco le llamó, como solía hacerlo con frecuencia, y le dijo: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno». En oyendo esto el hombre bueno y fiel, corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado.
Llegó el día, día de alegría, de exultación. Se citó a hermanos de muchos lugares; hombres y mujeres de la comarca, rebosando de gozo, prepararon, según sus posibilidades, cirios y teas para iluminar aquella noche que, con su estrella centelleante, iluminó todos los días y años. Llegó, en fin, el santo de Dios y, viendo que todas las cosas estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se prepara el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey y el asno. Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora la humildad, y Greccio se convierte en una nueva Belén. La noche resplandece como el día, noche placentera para los hombres y para los animales. Llega la gente, y, ante el nuevo misterio, saborean nuevos gozos. La selva resuena de voces y las rocas responden a los himnos de júbilo. Cantan los hermanos las alabanzas del Señor y toda la noche transcurre entre cantos de alegría. El santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo. Se celebra el rito solemne de la misa sobre el pesebre y el sacerdote goza de singular consolación.
El santo de Dios viste los ornamentos de diácono, pues lo era, y con voz sonora canta el santo evangelio. Su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios supremos. Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice «el Niño de Bethleem», y, pronunciando «Bethleem» como oveja que bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba «niño de Bethleem» o «Jesús», se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras.
Se multiplicaban allí los dones del Omnipotente; un varón virtuoso tiene una admirable visión. Había un niño que, exánime, estaba recostado en el pesebre; se acerca el santo de Dios y lo despierta como de un sopor de sueño. No carece esta visión de sentido, puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados. Terminada la solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría.
Se conserva el heno colocado sobre el pesebre, para que, como el Señor multiplicó su santa misericordia, por su medio se curen jumentos y otros animales. Y así sucedió en efecto: muchos animales de la región circunvecina que sufrían diversas enfermedades, comiendo de este heno, curaron de sus dolencias. Más aún, mujeres con partos largos y dolorosos, colocando encima de ellas un poco de heno, dan a luz felizmente. Y lo mismo acaece con personas de ambos sexos: con tal medio obtienen la curación de diversos males.
La
primera presencia de Francisco en la aldea de Greccio se suele colocar
alrededor del año 1217. Por ese entonces el Santo moraba en la altura del
monte san Francisco (como se llamó después), en el sitio donde hoy se
observa una capillita construida en el año 1792. De allí descendía con
frecuencia a predicar al pueblo.
Este sugestivo y pintoresco castro de la Sabina, lo mismo que el eremitorio
franciscano situado enfrente, es visible desde todos puntos del Valle Santo por
su posición elevada y solitaria, y puede llegarse a él desde Fonte Colombo en
pocas horas de camino.
La presencia de los hermanos en el lugar del actual santuario debió darse poco tiempo después y su origen está ligado a una curiosa leyenda: Los habitantes de la aldea, entusiasmados por la predicación de Francisco, le pidieron que permaneciera con ellos. Juan Velita, un hombre rico y piadoso, decidió construir una morada fija en el poblado, para Francisco y sus compañeros. Dice la leyenda que éste no quería aceptar el ofrecimiento por temor a la disipación, pero que finalmente la aceptó con la condición de que el eremitorio fuera construido al menos a un tiro de piedra distante del pueblo.
Pidieron a un niño que lanzara lo
más lejos posible una antorcha encendida, que, para sorpresa de todos, fue a
estrellarse contra un peñasco a dos o tres kilómetros de distancia. En ese
sitio, entonces, excavaron algunas grutas y las acondicionaron para el
alojamiento de los hermanos.
Se
presume que desde ese momento hubo presencia permanente de los frailes en este
lugar. Fue aquí donde se llevó a cabo la memorable celebración de la Navidad en
1223, después de la cual probablemente Francisco permaneció morando en este
lugar hasta la primavera de 1224.
La
construcción de la capillita del pesebre se suele remontar al año 1228 para
consagrar el sitio donde Francisco había celebrado la Navidad.
La
Capilla de Santa Lucia es indudablemente el núcleo de todo el santuario.
Después de los trabajos de restauración de 1947 se puso al descubierto la
simplicidad del lugar donde se celebró la Navidad de 1223.
La piedra
que está debajo del altar debió ser el sitio donde se adaptó la cuna para el
Niño.
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