Hemos
llegado ya al corazón de la Semana Santa, culmen del camino cuaresmal. Entramos en el Triduo Pascual, los tres días santos en los que
la Iglesia conmemora el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de
Jesús.
El Hijo de Dios, al hacerse hombre por obediencia al Padre,
llegando a ser en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (cf.
Hb 4, 15), aceptó cumplir hasta el fondo su voluntad, afrontar por amor a
nosotros la pasión y la cruz, para hacernos partícipes de su
resurrección, a fin de que en él y por él podamos vivir para siempre en
la consolación y en la paz.
Ciudad del Vaticano- El papa Francisco continúa con los ritos de la Semana Santa y hoy, Jueves Santo, oficiará la misa Crismal en la basílica de San Pedro y por la tarde saldrá del Vaticano para realizar el lavado de los pies, para lo que ha elegido a doce enfermos y discapacitados.
Tras haber abierto los ritos de la semana santa con la Procesión de las Palmas y la misa solemne de la jornada del pasado Domingo de Ramos, hoy celebrará a las 09.30 horas local (07.30 GMT) en la basílica de San Pedro la Misa Crismal, en la que los sacerdotes renuevan las promesas sacerdotales, pobreza, castidad y obediencia.
También durante la misa Francisco bendecirá los óleos (aceite y bálsamos mezclados) que se utilizan para ungir a los que se bautizan, a los que se confirman y para la ordenación sacerdotal.
Esta ceremonia marca el inicio del Triduo Pasqual, el periodo de tiempo en el que los católicos conmemoran la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
En la celebración del Jueves Santo, el papa Jorge Bergoglio introdujo el año pasado, continuando la tradición de cuando era arzobispo de Buenos Aires, el salir fuera del Vaticano para efectuar el lavado de pies a doce personas, imitando lo realizado por Jesús con los apóstoles antes de la Ultima Cena.
El año pasado, Francisco lavó los pies de doce menores recluidos en una cárcel romana, mientras que esta tarde acudirá a la iglesia de Santa María de la Providencia, en Roma, para lavar los pies a doce discapacitados de distinta edad, nacionalidad y pertenencia religiosa.
Los pacientes tienen entre 20 y 70 años, y sufren de enfermedades degenerativas y problemas neuromotores, así como párkinson y alzheimer.
La celebración de la Semana Santa continuará mañana, Viernes Santo, con la misa de la Pasión del Señor en la basílica de San Pedro y por la noche a las 21.15 hora italiana (19.15 GMT) acudirá al Coliseo de Roma para el tradicional Vía Crucis.
Las meditaciones de este Via Crucis han sido escritas este año, por voluntad del papa, por Monseñor Giancarlo Maria Bregantini, arzobispo italiano de Campobasso, siguiendo el esquema clásico tradicional de las XIV Estaciones.
Bregantini tratará en sus textos asuntos como el pecado, la economía y la crisis financiera, la corrupción o la indiferencia ante los inmigrantes y el problema del desempleo.
El sábado Franisco celebrará en la basílica de San Pedro la Vigilia Pascual y al día siguiente, Domingo de Resurrección, oficiará la Misa de Resurrección e impartirá la tradicional bendición Urbi et Orbi (a la ciudad de Roma y a todo el mundo).
El 21 de abril, conocido como el “Lunes del ángel”, el papa Francisco rezará a mediodía la oración mariana del Regina Coeli con los fieles y peregrinos que se darán cita en la Plaza de San Pedro para escuchar sus palabras y recibir su bendición apostólica.
Queridos
hermanos en el sacerdocio,
En el Hoy
del Jueves Santo, en el que Cristo nos amó hasta el extremo (cf. Jn 13,
1), hacemos memoria del día feliz de la Institución del sacerdocio y del de
nuestra propia ordenación sacerdotal. El Señor nos ha ungido en Cristo con óleo
de alegría y esta unción nos invita a recibir y hacernos cargo de este gran
regalo: la alegría, el gozo sacerdotal. La alegría del sacerdote es un bien
precioso no sólo para él sino también para todo el pueblo fiel de Dios: ese
pueblo fiel del cual es llamado el sacerdote para ser ungido y al que es
enviado para ungir.
Ungidos
con óleo de alegría para ungir con óleo de alegría. La alegría sacerdotal tiene
su fuente en el Amor del Padre, y el Señor desea que la alegría de este Amor
“esté en nosotros” y “sea plena” (Jn 15,11). Me gusta pensar la
alegría contemplando a Nuestra Señora: María, la “madre del Evangelio viviente,
es manantial de alegría para los pequeños” (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 288), y creo que no exageramos si decimos que el sacerdote es una
persona muy pequeña: la inconmensurable grandeza del don que nos es dado para
el ministerio nos relega entre los más pequeños de los hombres. El sacerdote es
el más pobre de los hombres si Jesús no lo enriquece con su pobreza, el más
inútil siervo si Jesús no lo llama amigo, el más necio de los hombres si Jesús
no lo instruye pacientemente como a Pedro, el más indefenso de los cristianos
si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño. Nadie más pequeño que un
sacerdote dejado a sus propias fuerzas; por eso nuestra oración protectora
contra toda insidia del Maligno es la oración de nuestra Madre: soy sacerdote
porque Él miró con bondad mi pequeñez (cf. Lc 1,48). Y desde
esa pequeñez asumimos nuestra alegría. ¡Alegria en nuestra pequeñez!
Encuentro
tres rasgos significativos en nuestra alegría sacerdotal: es una alegría
que nos unge (no que nos unta y nos vuelve untuosos, suntuosos
y presuntuosos), es una alegría incorruptible y es una alegría misionera que
irradia y atrae a todos, comenzando al revés: por los más lejanos.
Una
alegría que nos unge. Es
decir: penetró en lo íntimo de nuestro corazón, lo configuró y lo fortaleció
sacramentalmente. Los signos de la liturgia de la ordenación nos hablan del
deseo maternal que tiene la Iglesia de transmitir y comunicar todo lo que el
Señor nos dio: la imposición de manos, la unción con el santo Crisma, el
revestimiento con los ornamentos sagrados, la participación inmediata en la
primera Consagración… La gracia nos colma y se derrama íntegra, abundante y
plena en cada sacerdote. Ungidos hasta los huesos… y nuestra alegría, que brota
desde dentro, es el eco de esa unción.
Una
alegría incorruptible. La
integridad del Don, a la que nadie puede quitar ni agregar nada, es fuente
incesante de alegría: una alegría incorruptible, que el Señor prometió, que
nadie nos la podrá quitar (cf. Jn 16,22). Puede estar
adormecida o taponada por el pecado o por las preocupaciones de la vida pero,
en el fondo, permanece intacta como el rescoldo de un tronco encendido bajo las
cenizas, y siempre puede ser renovada. La recomendación de Pablo a Timoteo
sigue siendo actual: Te recuerdo que atices el fuego del don de Dios que hay en
ti por la imposición de mis manos (cf. 2 Tm 1,6).
Una
alegría misionera. Este
tercer rasgo lo quiero compartir y recalcar especialmente: la alegría del
sacerdote está en íntima relación con el santo pueblo fiel de Dios porque se
trata de una alegría eminentemente misionera. La unción es para ungir al santo
pueblo fiel de Dios: para bautizar y confirmar, para curar y consagrar, para
bendecir, para consolar y evangelizar.
Y como es
una alegría que solo fluye cuando el pastor está en medio de su rebaño (también
en el silencio de la oración, el pastor que adora al Padre está en medio de sus
ovejitas) es una “alegría custodiada” por ese mismo rebaño. Incluso en los
momentos de tristeza, en los que todo parece ensombrecerse y el vértigo del
aislamiento nos seduce, esos momentos apáticos y aburridos que a veces nos
sobrevienen en la vida sacerdotal (y por los que también yo he pasado), aun en
esos momentos el pueblo de Dios es capaz de custodiar la alegría, es capaz de
protegerte, de abrazarte, de ayudarte a abrir el corazón y reencontrar una
renovada alegría.
“Alegría
custodiada” por el rebaño y custodiada también por tres hermanas que la rodean,
la cuidan, la defienden: la hermana pobreza, la hermana fidelidad y la hermana
obediencia.
La
alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la pobreza. El sacerdote es pobre en
alegría meramente humana ¡ha renunciado a tanto! Y como es pobre, él, que da
tantas cosas a los demás, la alegría tiene que pedírsela al Señor y al pueblo
fiel de Dios. No se la tiene que procurar a sí mismo. Sabemos que nuestro
pueblo es generosísimo en agradecer a los sacerdotes los mínimos gestos de
bendición y de manera especial los sacramentos. Muchos, al hablar de crisis de
identidad sacerdotal, no caen en la cuenta de que la identidad supone
pertenencia. No hay identidad –y por tanto alegría de ser– sin pertenencia
activa y comprometida al pueblo fiel de Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 268). El sacerdote que pretende encontrar la identidad
sacerdotal buceando introspectivamente en su interior quizá no encuentre otra
cosa que señales que dicen “salida”: sal de ti mismo, sal en busca de Dios en
la adoración, sal y dale a tu pueblo lo que te fue encomendado, que tu pueblo
se encargará de hacerte sentir y gustar quién eres, cómo te llamas, cuál es tu
identidad y te alegrará con el ciento por uno que el Señor prometió a sus
servidores. Si no sales de ti mismo el óleo se vuelve rancio y la unción no
puede ser fecunda. Salir de sí mismo supone despojo de sí, entraña pobreza.
La
alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la fidelidad. No principalmente en el sentido
de que seamos todos “inmaculados” (ojalá con la gracia lo seamos) ya que somos
pecadores, pero sí en el sentido de renovada fidelidad a la única Esposa, a la
Iglesia. Aquí es clave la fecundidad. Los hijos espirituales que el Señor le da
a cada sacerdote, los que bautizó, las familias que bendijo y ayudó a caminar,
los enfermos a los que sostiene, los jóvenes con los que comparte la catequesis
y la formación, los pobres a los que socorre… son esa “Esposa” a la que le
alegra tratar como predilecta y única amada y serle renovadamente fiel. Es la
Iglesia viva, con nombre y apellido, que el sacerdote pastorea en su parroquia
o en la misión que le fue encomendada, la que lo alegra cuando le es fiel,
cuando hace todo lo que tiene que hacer y deja todo lo que tiene que dejar con
tal de estar firme en medio de las ovejas que el Señor le encomendó: Apacienta
mis ovejas (cf. Jn 21,16.17).
La
alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la obediencia. Obediencia a la Iglesia en la
Jerarquía que nos da, por decirlo así, no sólo el marco más externo de la
obediencia: la parroquia a la que se me envía, las licencias ministeriales, la
tarea particular… sino también la unión con Dios Padre, del que desciende toda
paternidad. Pero también la obediencia a la Iglesia en el servicio:
disponibilidad y prontitud para servir a todos, siempre y de la mejor manera, a
imagen de “Nuestra Señora de la prontitud” (cf. Lc 1,39: meta
spoudes), que acude a servir a su prima y está atenta a la cocina de Caná,
donde falta el vino. La disponibilidad del sacerdote hace de la Iglesia casa de
puertas abiertas, refugio de pecadores, hogar para los que viven en la calle,
casa de bondad para los enfermos, campamento para los jóvenes, aula para la
catequesis de los pequeños de primera comunión…. Donde el pueblo de Dios tiene
un deseo o una necesidad, allí está el sacerdote que sabe oír (ob-audire)
y siente un mandato amoroso de Cristo que lo envía a socorrer con misericordia
esa necesidad o a alentar esos buenos deseos con caridad creativa.
El que es
llamado sea consciente de que existe en este mundo una alegría genuina y plena:
la de ser sacado del pueblo al que uno ama para ser enviado a él como
dispensador de los dones y consuelos de Jesús, el único Buen Pastor que,
compadecido entrañablemente de todos los pequeños y excluidos de esta tierra
que andan agobiados y oprimidos como ovejas que no tienen pastor, quiso asociar
a muchos a su ministerio para estar y obrar Él mismo, en la persona de sus
sacerdotes, para bien de su pueblo.
En este
Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que haga descubrir a muchos jóvenes
ese ardor del corazón que enciende la alegría apenas uno tiene la audacia feliz
de responder con prontitud a su llamado.
En este
Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que cuide el brillo alegre en los ojos
de los recién ordenados, que salen a comerse el mundo, a desgastarse en medio
del pueblo fiel de Dios, que gozan preparando la primera homilía, la primera
misa, el primer bautismo, la primera confesión… Es la alegría de poder
compartir –maravillados– por vez primera como ungidos, el tesoro del Evangelio
y sentir que el pueblo fiel te vuelve a ungir de otra manera: con sus pedidos,
poniéndote la cabeza para que los bendigas, tomándote las manos, acercándote a
sus hijos, pidiendo por sus enfermos… Cuida Señor en tus jóvenes sacerdotes la
alegría de salir, de hacerlo todo como nuevo, la alegría de quemar la vida por
ti.
En este
Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que confirme la alegría sacerdotal de
los que ya tienen varios años de ministerio. Esa alegría que, sin abandonar los
ojos, se sitúa en las espaldas de los que soportan el peso del ministerio, esos
curas que ya le han tomado el pulso al trabajo, reagrupan sus fuerzas y se
rearman: “cambian el aire”, como dicen los deportistas. Cuida Señor la
profundidad y sabia madurez de la alegría de los curas adultos. Que sepan rezar
como Nehemías: “la alegría del Señor es mi fortaleza” (cf. Ne 8,10).
Por fin,
en este Jueves sacerdotal, pido al Señor Jesús que resplandezca la alegría de
los sacerdotes ancianos, sanos o enfermos. Es la alegría de la Cruz, que mana
de la conciencia de tener un tesoro incorruptible en una vasija de barro que se
va deshaciendo.
Que sepan estar bien en cualquier lado, sintiendo en la
fugacidad del tiempo el gusto de lo eterno (Guardini). Que sientan, Señor, la
alegría de pasar la antorcha, la alegría de ver crecer a los hijos de los hijos
y de saludar, sonriendo y mansamente, las promesas, en esa esperanza que no
defrauda.
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