En el marco de la Semana Santa y previo a lo que será el domingo de Pascuas, una de las celebraciones más importantes de la religión católitca, el papa Francisco publicó esta mañana un mensaje para los fieles desde su cuenta de Twitter:
El Papa Francisco ofició la Pasión de Cristo en la basílica de San Pedro
como es habitual cada Viernes Santo y en la homilía criticó a los hombres de
poder y al “dios del dinero”.
El Sumo Pontífice volvió a postrarse, como hizo el año pasado, en el suelo
con la vestimenta roja habitual de esta ceremonia (símbolo de la caridad),
único día del año en el que no se celebra misa.Francisco está presidiendo el Vía Crucis en el Coliseo romano. Las 14 estaciones estarán acompañadas por las meditaciones que este año Francisco encargó escribir al arzobispo italiano de Campobasso, Giancarlo Maria Bregantini.
Textos del Vía Crucis del Papa
Francisco, Coliseo Romano,
Viernes Santo, 18 abril 2014
VÍA CRUCIS DEL VIERNES SANTO, Coliseo
Romano, 18-4-2014 «EL ROSTRO DE CRISTO, EL ROSTRO DEL
HOMBRE», MEDITACIONES de S.E. Mons. Giancarlo Maria BREGANTINI,
Arzobispo de Campobasso-Boiano
INTRODUCCIÓN
«El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: “No le quebrarán un hueso”; y en otro lugar la Escritura dice: “Mirarán al que atravesaron”» (Jn 19,35-37).
«El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: “No le quebrarán un hueso”; y en otro lugar la Escritura dice: “Mirarán al que atravesaron”» (Jn 19,35-37).
Dulce Jesús,
subiste al Gólgota sin titubear, como gesto de amor,
y te dejaste crucificar sin lamento.
Humilde hijo de María,
cargaste con nuestra noche
para mostrarnos con cuánta luz
querías henchir nuestro corazón.
En tu dolor, reside nuestra redención,
en tus lágrimas, se bosqueja la «hora»
en la que se desvela el amor gratuito de Dios.
Siete veces perdonados
en tus últimos suspiros de hombre entre los hombres,
nos devuelves a todos al corazón del Padre,
para indicarnos en tus últimas palabras
la vía redentora para todo nuestro dolor.
Tú, el plenamente encarnado, te anonadas en la cruz,
solamente comprendido por Ella, la Madre,
que permanecía fielmente al pie de aquel patíbulo.
Tu sed es fuente de esperanza siempre encendida,
mano tendida incluso para el malhechor arrepentido,
que hoy, gracias a ti, dulce Jesús, entra en el paraíso.
Concédenos a todos nosotros, Señor Jesús crucificado,
tu infinita misericordia,
perfume de Betania en el mundo,
gemido de vida para la humanidad.
Y, confiados finalmente en las manos de tu Padre,
ábrenos la puerta de la vida que nunca muere. Amén.
subiste al Gólgota sin titubear, como gesto de amor,
y te dejaste crucificar sin lamento.
Humilde hijo de María,
cargaste con nuestra noche
para mostrarnos con cuánta luz
querías henchir nuestro corazón.
En tu dolor, reside nuestra redención,
en tus lágrimas, se bosqueja la «hora»
en la que se desvela el amor gratuito de Dios.
Siete veces perdonados
en tus últimos suspiros de hombre entre los hombres,
nos devuelves a todos al corazón del Padre,
para indicarnos en tus últimas palabras
la vía redentora para todo nuestro dolor.
Tú, el plenamente encarnado, te anonadas en la cruz,
solamente comprendido por Ella, la Madre,
que permanecía fielmente al pie de aquel patíbulo.
Tu sed es fuente de esperanza siempre encendida,
mano tendida incluso para el malhechor arrepentido,
que hoy, gracias a ti, dulce Jesús, entra en el paraíso.
Concédenos a todos nosotros, Señor Jesús crucificado,
tu infinita misericordia,
perfume de Betania en el mundo,
gemido de vida para la humanidad.
Y, confiados finalmente en las manos de tu Padre,
ábrenos la puerta de la vida que nunca muere. Amén.
PRIMERA
ESTACIÓN
Jesús condenado a muerte
El dedo acusador
Jesús condenado a muerte
El dedo acusador
«Pilato volvió
a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían
gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. Por tercera vez les dijo: “Pues, ¿qué
mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte.
Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré”. Pero ellos se le echaban
encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío.
Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le
reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a
Jesús se lo entregó a su voluntad» (Lc 23,20-25).
Un Pilato
atemorizado que no busca la verdad, el dedo acusador y el creciente clamor de
la multitud, son los primeros pasos de la muerte de Jesús. Inocente como un
cordero cuya sangre salva a su pueblo. Ese Jesús, que ha pasado entre nosotros
curando y bendiciendo, es condenado ahora a la pena capital. Ninguna palabra de
gratitud por parte del gentío que, en cambio, elige a Barrabás. Para Pilato, se
convierte en un caso embarazoso. Lo entrega a la muchedumbre y se lava las
manos, enteramente apegado a su poder. Lo entrega para que sea crucificado. No
quiere saber nada de él. Para él, el caso está cerrado.
La condena
apresurada de Jesús acoge así las acusaciones fáciles, los juicios
superficiales entre la gente, las insinuaciones y prejuicios, que cierran el
corazón y se convierten en cultura racista, de exclusión y descarte, con cartas
anónimas y horribles calumnias. Si acusados, se salta inmediatamente en primera
página; si absueltos, se termina en la última.
¿Y nosotros?
¿Sabremos tener una conciencia recta y responsable, transparente, que nunca dé
la espalda al inocente, sino que luche con valor en favor de los débiles,
resistiéndose a la injusticia y defendiendo por doquier la verdad ultrajada?
ORACIÓN
Señor Jesús,
hay manos que amparan y hay manos que firman sentencias injustas.
Haz que, ayudados por tu gracia, no descartemos a nadie.
Defiéndenos de la calumnia y la mentira.
Ayúdanos a buscar siempre la verdad,
y a estar siempre de parte de los débiles.
Y concede tu luz a quien, por misión, debe juzgar en el tribunal,
para que emita siempre sentencias justas y verdaderas.
hay manos que amparan y hay manos que firman sentencias injustas.
Haz que, ayudados por tu gracia, no descartemos a nadie.
Defiéndenos de la calumnia y la mentira.
Ayúdanos a buscar siempre la verdad,
y a estar siempre de parte de los débiles.
Y concede tu luz a quien, por misión, debe juzgar en el tribunal,
para que emita siempre sentencias justas y verdaderas.
Amén.
SEGUNDA
ESTACIÓN
Jesús con la cruz a cuestas
El pesado madero de la crisis
Jesús con la cruz a cuestas
El pesado madero de la crisis
«Él llevó
nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que, muertos al pecado,
vivamos para la justicia. Con sus heridas fuisteis curados. Pues andabais
errantes como ovejas, pero ahora os habéis convertido al pastor y guardián de
vuestras almas» (1 P 2,24-25).
Pesa el madero
de la cruz, porque, en él, Jesús lleva consigo todos nuestros pecados. Se
tambalea bajo este peso, demasiado grande para un solo hombre (cf. Jn 19,17).
Es también el
peso de todas las injusticias que ha causado la crisis económica, con sus
graves consecuencias sociales: precariedad, desempleo, despidos; un dinero que
gobierna en lugar de servir, la especulación financiera, el suicidio de
empresarios, la corrupción y la usura, las empresas que abandonan el propio
país.
Esta es la
pesada cruz del mundo del trabajo, la injusticia en la espalda de los
trabajadores. Jesús la carga sobre sus hombros y nos enseña a no vivir más en
la injusticia, sino a ser capaces, con su ayuda, de crear puentes de
solidaridad y esperanza, para no ser ovejas errantes ni extraviadas en esta
crisis.
Volvamos,
pues, a Cristo, pastor y guardián de nuestras almas. Luchemos juntos por el
trabajo en reciprocidad, superando el miedo y el aislamiento, recuperando la
estima por la política y tratando de solventar juntos los problemas.
La cruz,
entonces, se hará más ligera, si la llevamos con Jesús y la levantamos todos
juntos, porque con sus heridas – resquicios de luz – hemos sido curados.
ORACIÓN
Señor Jesús,
cada vez se hace más densa nuestra noche.
La pobreza se torna miseria.
No tenemos pan para los hijos y nuestras redes están vacías.
Nuestro futuro es incierto. Vela por el trabajo que falta.
Despierta en nosotros el celo por la justicia,
para que no arrastremos la vida,
sino que la llevemos con dignidad.
cada vez se hace más densa nuestra noche.
La pobreza se torna miseria.
No tenemos pan para los hijos y nuestras redes están vacías.
Nuestro futuro es incierto. Vela por el trabajo que falta.
Despierta en nosotros el celo por la justicia,
para que no arrastremos la vida,
sino que la llevemos con dignidad.
Amén.
TERCERA
ESTACIÓN
Jesús cae por primera vez
La fragilidad que se abre a la acogida
Jesús cae por primera vez
La fragilidad que se abre a la acogida
«Él soportó
nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos
leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras
rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó
sobre él» (Is 53,4-5).
Es un Jesús
frágil, muy humano, el que contemplamos con asombro en esta estación de gran
dolor. Pero es precisamente esta caída en tierra lo que revela aún más su
inmenso amor. Está acorralado por el gentío, aturdido por los gritos de los
soldados, cubierto por las llagas de la flagelación, lleno de amargura interior
por la inmensa ingratitud humana. Y cae. Cae por tierra.
Pero en esta
caída, en este ceder al peso y la fatiga, Jesús vuelve a ser una vez más
maestro de vida. Nos enseña a aceptar nuestras fragilidades, a no desanimarnos
por nuestros fallos, a reconocer con lealtad nuestras limitaciones: «El deseo
del bien está a mi alcance – dice san Pablo – pero no el realizarlo» (Rm 7,18).
Con esta
fuerza interior que viene del Padre, Jesús también nos ayuda a aceptar las
debilidades de los demás; a no indignarnos con quien ha caído, a no ser
indiferentes con quien cae. Y nos da la fuerza para no cerrar la puerta a quien
llama a nuestra casa pidiendo asilo, dignidad y patria. Conscientes de nuestra
fragilidad, acogeremos entre nosotros la fragilidad de los emigrantes, para que
encuentren seguridad y esperanza.
En efecto, en
el agua sucia del cántaro del Cenáculo, es decir, en nuestra fragilidad, es
donde se refleja el verdadero rostro de nuestro Dios. Por eso, «todo espíritu
que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios» (1 Jn 4,2).
ORACIÓN
Señor Jesús,
que te has humillado para rescatar nuestra debilidad,
haznos capaces de entrar en una verdadera comunión
con nuestros hermanos más pobres.
Arranca de nuestro corazón toda raíz de miedo y cómoda indiferencia,
que nos impide reconocerte en los emigrantes,
para dar testimonio de que tu Iglesia no tiene fronteras,
sino que es verdadera madre de todos.
que te has humillado para rescatar nuestra debilidad,
haznos capaces de entrar en una verdadera comunión
con nuestros hermanos más pobres.
Arranca de nuestro corazón toda raíz de miedo y cómoda indiferencia,
que nos impide reconocerte en los emigrantes,
para dar testimonio de que tu Iglesia no tiene fronteras,
sino que es verdadera madre de todos.
Amén.
CUARTA
ESTACIÓN
Jesús se encuentra con la Madre
Lágrimas solidarias
Jesús se encuentra con la Madre
Lágrimas solidarias
«Simeón los
bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este ha sido puesto para que muchos
en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción: así
quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará
el alma» (Lc 2,34-35). «Llorad con los que lloran. Tened la misma consideración
y trato unos con otros» (Rm 12,15-16).
Este encuentro
de Jesús con María, su madre, está cargado de emoción, de lágrimas amargas. En
él se expresa la fuerza invencible del amor materno, que supera todo obstáculo
y sabe abrir caminos. Pero impresiona aún más la mirada solidaria de María, que
comparte e infunde fuerza al Hijo. Nuestro corazón se llena así de asombro al
contemplar la grandeza de María, precisamente en su hacerse, ella misma
criatura, «prójimo» para con su Dios y su Señor.
Ella recoge
las lágrimas de todas las madres por sus hijos lejanos, por los jóvenes
condenados a muerte, asesinados o enviados a la guerra, especialmente por los
niños soldados. En ellas escuchamos el lamento desgarrador de las madres por
sus hijos, moribundos a causa de tumores producidos por la quema de residuos
tóxicos.
¡Qué lágrimas
tan amargas! ¡Solidaridad en compartir la ruina de los hijos! Madres que velan
en la noche, con las luces encendidas, temblando por los jóvenes abrumados por
la inseguridad o en las garras de la droga y el alcohol, especialmente las
noches del sábado.
Junto a María,
nunca seremos un pueblo huérfano. Nunca olvidados. Como a san Juan Diego, María
también nos ofrece a nosotros la caricia de su consuelo materno, y nos dice:
«No se turbe tu corazón […] ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?» (Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 286).
ORACIÓN
Salve, Madre,
dame tu santa bendición.
Bendíceme, a mí y a toda mi casa.
Dígnate ofrecer a Dios todo lo que hoy haré y soportaré,
unido a tus méritos y a los de tu santísimo Hijo.
Te ofrezco y dedico todo mi ser y todas mis cosas a tu servicio,
poniéndome por entero bajo tu manto.
Obtén para mí, Señora, la pureza de la mente y del cuerpo,
y haz que, en este día,
no haga nada que desagrade a Dios.
Te lo pido por tu Inmaculada Concepción
y tu intacta virginidad.
dame tu santa bendición.
Bendíceme, a mí y a toda mi casa.
Dígnate ofrecer a Dios todo lo que hoy haré y soportaré,
unido a tus méritos y a los de tu santísimo Hijo.
Te ofrezco y dedico todo mi ser y todas mis cosas a tu servicio,
poniéndome por entero bajo tu manto.
Obtén para mí, Señora, la pureza de la mente y del cuerpo,
y haz que, en este día,
no haga nada que desagrade a Dios.
Te lo pido por tu Inmaculada Concepción
y tu intacta virginidad.
Amén
(San Gaspar Bertoni).
(San Gaspar Bertoni).
QUINTA
ESTACIÓN
El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz
La mano amiga que levanta
El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz
La mano amiga que levanta
«A uno que
pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de
Rufo, lo forzaron a llevar la cruz» (Mc 15,21).
Simón de
Cirene pasa casualmente por allí. Pero se convierte en un encuentro decisivo en
su vida. Él volvía del campo. Hombre de fatigas y vigor. Por eso se le obligó a
llevar la cruz de Jesús, condenado a una muerte infame (cf. Flp 2,8).
Pero este
encuentro, el principio casual, se trasformará en un seguimiento decisivo y
vital de Jesús, llevando cada día su cruz, negándose a sí mismo (cf. Mt
16,24-25). En efecto, Simón es recordado por Marcos como el padre de dos
cristianos conocidos en la comunidad de Roma: Alejandro y Rufo. Un padre que ha
impreso ciertamente en el corazón de los hijos la fuerza de la cruz de Jesús.
Porque la vida, si uno se aferra demasiado a ella, enmohece y se agosta. Pero
si la ofrece, florece y se convierte en espiga de grano, para él y para toda la
comunidad.
En esto radica
la verdadera cura de nuestro egoísmo, siempre al acecho. La relación con el
otro nos rehabilita y crea una hermandad mística, contemplativa, que sabe mirar
la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano,
que puede soportar las penas de la vida, apoyándose en el amor de Dios. Sólo
con el corazón abierto al amor divino, me veo impulsado a buscar la felicidad
de los demás en tantos gestos de voluntariado: una noche en el hospital, un
préstamo sin intereses, una lágrima enjugada en familia, la gratuidad sincera,
el compromiso con altas miras por el bien común, el compartir el pan y el
trabajo, venciendo toda forma de recelo y envidia.
El mismo Jesús
nos lo recuerda: «Lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños,
conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).
ORACIÓN
Señor Jesús,
en el Cireneo amigo vibra el corazón de tu Iglesia,
que se hace refugio de amor para cuantos tienen sed de ti.
La ayuda fraterna es la clave para atravesar juntos la puerta de la Vida.
No permitas que nuestro egoísmo nos haga pasar de largo,
y ayúdanos a derramar el ungüento de consolación en las heridas de los otros,
para hacernos compañeros leales de camino,
sin evasivas y sin cansarnos nunca de optar por la fraternidad.
en el Cireneo amigo vibra el corazón de tu Iglesia,
que se hace refugio de amor para cuantos tienen sed de ti.
La ayuda fraterna es la clave para atravesar juntos la puerta de la Vida.
No permitas que nuestro egoísmo nos haga pasar de largo,
y ayúdanos a derramar el ungüento de consolación en las heridas de los otros,
para hacernos compañeros leales de camino,
sin evasivas y sin cansarnos nunca de optar por la fraternidad.
Amén.
SEXTA
ESTACIÓN
Verónica enjuga el rostro de Jesús
La ternura femenina
Verónica enjuga el rostro de Jesús
La ternura femenina
«Oigo en mi
corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu
rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me
deseches, no me abandones, Dios de mi salvación» (Sal 26,8-9).
Jesús se
arrastra con dificultad, jadeando. Pero la luz de su rostro se mantiene
intacta. No hay ofensa que pueda oponerse a su belleza. Los salivazos no la han
empañado. Los golpes no han conseguido quebrarla. Este rostro se parece a una
zarza ardiente que, cuanto más se le ultraja, más consigue emanar una luz de
salvación. De los ojos del Maestro manan lágrimas silenciosas. Lleva el peso
del abandono. Sin embargo, Jesús avanza, no se detiene, no vuelve atrás.
Afronta la opresión. Está turbado por la crueldad, pero él sabe que su muerte
no será en vano.
Jesús,
entonces, se detiene ante una mujer que viene a su encuentro sin titubeos. Es
la Verónica, verdadera imagen femenina de la ternura.
El Señor
encarna aquí nuestra necesidad de gratuidad amorosa, de sentirnos amados y
protegidos por gestos de solicitud y de cuidados. Las caricias de esta criatura
se empapan de la sangre preciosa de Jesús y parecen purificarlo de las
profanaciones recibidas en aquellas horas de tortura. La Verónica consigue
tocar al dulce Jesús, rozar su candor. No sólo para aliviar, sino para
participar en su sufrimiento. Reconoce en Jesús a cada prójimo que ha de
consolar, con un toque de ternura, para entrar en el gemido de dolor de los que
hoy no reciben asistencia ni calor de compasión. Y mueren de soledad.
ORACIÓN
Señor Jesús,
¡qué amarga la indiferencia de quien creíamos
a nuestro lado en los momentos de desolación!
Pero tú nos cubres con ese paño
que lleva impresa tu sangre preciosa,
que has derramado a lo largo del camino del abandono,
¡qué amarga la indiferencia de quien creíamos
a nuestro lado en los momentos de desolación!
Pero tú nos cubres con ese paño
que lleva impresa tu sangre preciosa,
que has derramado a lo largo del camino del abandono,
que también tú sufriste
injustamente.
Sin ti, no tenemos
ni podemos dar alivio alguno.
Sin ti, no tenemos
ni podemos dar alivio alguno.
Amén.
SÉPTIMA
ESTACIÓN
Jesús cae por segunda vez
La angustia de la cárcel y de la tortura
Jesús cae por segunda vez
La angustia de la cárcel y de la tortura
«Me rodeaban
cerrando el cerco… Me rodeaban como avispas, ardiendo como el fuego en las
zarzas, en el nombre del Señor los rechacé. Empujaban y empujaban para
derribarme, pero el Señor me ayudó… Me castigó, me castigó el Señor, pero no me
entregó a la muerte»(Sal 117,11.12-13.18).
En Jesús se
cumplen verdaderamente las antiguas profecías del Siervo humilde y obediente,
que carga sobre sus hombros toda nuestra historia de dolor. Y así, Jesús,
llevado a empellones, se desploma por la fatiga y la opresión, rodeado,
circundado por la violencia, ya sin fuerzas. Cada vez más solo, cada vez más en
la oscuridad. Lacerado en la carne, con los huesos magullados.
En él
reconocemos la amarga experiencia de los detenidos en prisión, con todas sus
contradicciones inhumanas. Rodeados y cercados, «empujados para derribarlos». A
la cárcel se la mantiene aún hoy demasiado lejana, olvidada, rechazada por la
sociedad civil. Hay absurdos de la burocracia, lentitud de la justicia. El
hacinamiento es una doble pena, un dolor agravado, una opresión injusta, que
desgasta la carne y los huesos. Algunos – demasiados – no sobreviven… Y aun
cuando un hermano nuestro sale, lo seguimos considerando «ex recluso»,
cerrándole así las puertas del rescate social y laboral.
Pero más grave
es la tortura, por desgracia muy practicada en varias partes de la tierra de
muchos modos. Como lo fue para Jesús, también él golpeado, humillado por la
soldadesca, torturado con la corona de espinas, azotado con crueldad.
Ante esta
caída, cómo nos percatamos de la verdad de aquellas palabras de Jesús: «Estuve
en la cárcel y no me visitasteis» (Mt 25,36). En toda cárcel, junto a cada
torturado, siempre está él, el Cristo que sufre, encarcelado y torturado.
Aunque probados duramente, él es nuestra ayuda, para no ser entregados al
miedo. Sólo juntos nos levantamos, acompañados por agentes apropiados, apoyados
en la mano fraterna de los voluntarios y rescatados de una sociedad civil que
hace suyas las muchas injusticias cometidas dentro de los muros de una prisión.
ORACIÓN
Señor Jesús,
una conmoción indecible me embarga
al verte postrado en tierra por mí.
No hallas mérito alguno, sino una multitud de pecados, incongruencias, debilidades.
Y ¡qué amor de predilección como respuesta!
Al margen de la sociedad, denigrados por los juicios,
tú nos has bendecido para siempre.
Dichosos nosotros si hoy estamos aquí, por tierra, contigo, rescatados de la condena.
Haz que no eludamos nuestras responsabilidades,
concédenos vivir en tu humillación, a salvo de toda pretensión de omnipotencia,
para renacer a una vida nueva como criaturas hechas para el cielo.
una conmoción indecible me embarga
al verte postrado en tierra por mí.
No hallas mérito alguno, sino una multitud de pecados, incongruencias, debilidades.
Y ¡qué amor de predilección como respuesta!
Al margen de la sociedad, denigrados por los juicios,
tú nos has bendecido para siempre.
Dichosos nosotros si hoy estamos aquí, por tierra, contigo, rescatados de la condena.
Haz que no eludamos nuestras responsabilidades,
concédenos vivir en tu humillación, a salvo de toda pretensión de omnipotencia,
para renacer a una vida nueva como criaturas hechas para el cielo.
Amén.
OCTAVA
ESTACIÓN
Jesús
encuentra a las mujeres de Jerusalén
Compartir, no sólo conmiseración
Compartir, no sólo conmiseración
«Hijas de
Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos» (Lc
23,28).
Las figuras
femeninas en el camino del dolor se presentan como antorchas encendidas.
Mujeres de fidelidad y valor que no se dejan intimidar por los guardias ni
escandalizar por las llagas del Buen Maestro. Están dispuestas a encontrarlo y
consolarlo. Jesús está allí, ante ellas. Hay quien lo pisotea mientras cae por
tierra agotado. Pero las mujeres están allí, listas para darle ese cálido
latido que el corazón ya no puede contener. Antes lo observan desde lejos, pero
luego se acercan, como hace el amigo, el hermano o hermana cuando se da cuenta
de las dificultades del ser querido.
Jesús se
impresiona por su llanto amargo, pero les exhorta a no desgastar el corazón en
verlo tan maltratado, a no ser mujeres que lloran, sino creyentes. Pide un
dolor compartido y no una conmiseración sollozante. No más lamentos, sino
deseos de renacer, de mirar hacia adelante, de proceder con fe y esperanza
hacia esa aurora de luz que surgirá aún más cegadora sobre la cabeza de quienes
caminan con los ojos puestos en Dios. Lloremos por nosotros mismos si aún no
creemos en ese Jesús que nos ha anunciado el Reino de la salvación. Lloremos
por nuestros pecados no confesados.
Y lloremos
también por esos hombres que descargan sobre las mujeres la violencia que
llevan dentro. Lloremos por las mujeres esclavizadas por el miedo y la
explotación. Pero no basta compungirse y sentir compasión. Jesús es más
exigente. Las mujeres deben ser amadas como un don inviolable para toda la
humanidad. Para hacer crecer a nuestros hijos, en dignidad y esperanza.
ORACIÓN
Señor Jesús,
frena la mano que ataca a las mujeres.
Libera su corazón del abismo de la desesperación
cuando se convierten en víctimas de la violencia.
Enjuga su llanto cuando se encuentran solas.
Y abre nuestro corazón para compartir todo dolor,
con sinceridad y fidelidad,
más allá de la compasión natural,
para hacernos instrumentos de la verdadera liberación.
frena la mano que ataca a las mujeres.
Libera su corazón del abismo de la desesperación
cuando se convierten en víctimas de la violencia.
Enjuga su llanto cuando se encuentran solas.
Y abre nuestro corazón para compartir todo dolor,
con sinceridad y fidelidad,
más allá de la compasión natural,
para hacernos instrumentos de la verdadera liberación.
Amén.
NOVENA
ESTACIÓN
Jesús cae por tercera vez
Superar la nociva nostalgia
Jesús cae por tercera vez
Superar la nociva nostalgia
«¿Quién podrá
apartarnos del amor de Cristo?; ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la
persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?… Pero en
todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rm 8,35.37).
San Pablo
enumera sus pruebas, pero sabe que Jesús ha pasado antes por ellas, que en el
camino hacia el Gólgota cayó una, dos, tres veces. Destrozado por la
tribulación, la persecución, la espada; oprimido por el madero de la cruz.
Exhausto. Parece decir, como nosotros en tantos momentos de oscuridad: «¡Ya no
puedo más!».
Es el grito de
los perseguidos, los moribundos, los enfermos terminales, los oprimidos por el
yugo.
Pero en Jesús
se ve también su fuerza: «Si hace sufrir, se compadece» (Lm 3,32). Nos muestra
que en la aflicción siempre está su consuelo, un «más allá» que se entrevé en
la esperanza. Como la poda de la vid que el Padre celestial, con sabiduría,
hace precisamente con los sarmientos que dan fruto (cf. Jn 15,8). Nunca para
cercenar, sino siempre para rebrotar. Como una madre cuando llega su hora: se
inquieta, gime, sufre en el parto. Pero sabe que son los dolores de la nueva
vida, de la primavera en flor, precisamente por esa poda.
Que la
contemplación de Jesús caído, pero capaz de ponerse en pie, nos ayude a vencer
la congoja que el temor por el mañana imprime en nuestro corazón, especialmente
en este tiempo de crisis. Superemos la nociva nostalgia del pasado, la
comodidad del inmovilismo, del «siempre se ha hecho así». Ese Jesús que se
tambalea y cae, pero que luego se levanta, es la certeza de una esperanza que,
alimentada por la oración intensa, nace precisamente durante la prueba, y no
después de la prueba ni sin prueba. Por la fuerza de su amor, saldremos más que
victoriosos.
ORACIÓN
Señor Jesús,
te rogamos que levantes del polvo al mísero,
levanta a los pobres de la inmundicia, hazlos sentar con los jefes del pueblo
y asígnales un puesto de honor.
Quiebra el arco de los fuertes y reviste a los débiles de vigor,
porque sólo tú nos haces ricos precisamente con tu pobreza (cf. 1 S, 2,4-8; 2 Co 8,9).
te rogamos que levantes del polvo al mísero,
levanta a los pobres de la inmundicia, hazlos sentar con los jefes del pueblo
y asígnales un puesto de honor.
Quiebra el arco de los fuertes y reviste a los débiles de vigor,
porque sólo tú nos haces ricos precisamente con tu pobreza (cf. 1 S, 2,4-8; 2 Co 8,9).
Amén.
DÉCIMA
ESTACIÓN
Jesús es despojado de las vestiduras
La unidad y la dignidad
Jesús es despojado de las vestiduras
La unidad y la dignidad
«Los soldados,
cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para
cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de
una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: “No la rasguemos, sino echémosla a
suerte, a ver a quién le toca”. Así se cumplió la Escritura: “Se repartieron
mis ropas y echaron a suerte mi túnica”. Esto hicieron los soldados»(Jn
19,23-24).
No dejaron ni
un trozo de tela que cubriera el cuerpo de Jesús. Lo despojaron. No tenía manto
ni túnica, ningún vestido. Lo desnudaron como un acto de humillación extrema.
Sólo le cubría la sangre, que borbotaba de sus numerosas heridas.
La túnica
queda intacta: es símbolo de la unidad de la Iglesia, una unidad que se ha de
recobrar mediante un camino paciente, una paz artesana, construida día a día en
un tejido recompuesto con los hilos de oro de la fraternidad, en un clima de
reconciliación y perdón mutuo.
En Jesús,
inocente, despojado y torturado, reconocemos la dignidad violada de todos los
inocentes, especialmente de los pequeños. Dios no impidió que su cuerpo
despojado fuera expuesto en la cruz. Lo hizo para rescatar todo abuso
injustamente cubierto, y demostrar que él, Dios, está irrevocablemente y sin
medias tintas de parte de las víctimas.
ORACIÓN
Señor Jesús,
queremos volver a ser inocentes como niños,
para poder entrar en el reino de los cielos,
purificados de nuestra suciedad y de nuestros ídolos.
Retira de nuestro pecho el corazón de piedra de las divisiones,
que hacen a tu Iglesia poco creíble.
Danos un corazón nuevo y un espíritu nuevo,
para vivir según tus preceptos
y observar y poner en práctica tus leyes.
queremos volver a ser inocentes como niños,
para poder entrar en el reino de los cielos,
purificados de nuestra suciedad y de nuestros ídolos.
Retira de nuestro pecho el corazón de piedra de las divisiones,
que hacen a tu Iglesia poco creíble.
Danos un corazón nuevo y un espíritu nuevo,
para vivir según tus preceptos
y observar y poner en práctica tus leyes.
Amén.
UNDÉCIMA
ESTACIÓN
Jesús clavado en la cruz
En el lecho de los enfermos
Jesús clavado en la cruz
En el lecho de los enfermos
«Lo
crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que
se llevaba cada uno. Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de
la acusación estaba escrito: “El rey de los judíos”. Crucificaron con él a dos
bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura
que dice: “Lo consideraron como un malhechor”» (Mc 15,24-28).
Y lo
crucificaron. La pena de los infames, de los traidores, de los esclavos
rebeldes. Esta es la pena que se aplica a nuestro Señor Jesús: ásperos clavos,
dolor lacerante, la congoja de la madre, la vergüenza de verse acomunado a dos
bandidos, la ropa repartida entre los soldados como un botín, la burlas crueles
de quienes pasaban por allí: «A otros ha salvado y él no se puede salvar…, que
baje ahora de la cruz y le creeremos» (Mt 27,42).
Y lo
crucificaron. Jesús no desciende, no abandona la cruz. Permanece obediente
hasta el fin a la voluntad del Padre. Ama y perdona.
También hoy,
como Jesús, muchos hermanos y hermanas nuestros están clavados al lecho de
dolor, en hospitales, asilos de ancianos, en nuestras familias. Es el tiempo de
la prueba, de días amargos, de soledad e incluso de desesperación: «Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).
Que nuestra
mano nunca sea para clavar, sino siempre para acercar, consolar y acompañar a
los enfermos, levantándolos de su lecho de dolor. La enfermedad no pide
permiso. Llega siempre de improviso. A veces trastoca, limita los horizontes,
pone a dura prueba la esperanza. Su hiel es amarga. Sólo si tenemos junto a
nosotros a alguien que nos escucha, que nos es cercano, que se sienta en
nuestro lecho…, entonces la enfermedad puede convertirse en una gran escuela de
sabiduría, en encuentro con el Dios paciente. Cuando alguno toma sobre sí
nuestra enfermedad por amor, también la noche del dolor se abre a la luz
pascual de Cristo crucificado y resucitado. Lo que humanamente es una condena,
puede transformarse en un ofrecimiento redentor por el bien de nuestras
comunidades y familias. A ejemplo de los Santos.
ORACIÓN
Señor Jesús,
no te alejes de mí,
siéntate en mi lecho de dolor y hazme compañía.
No me dejes solo, tiende tu mano y levántame.
Yo creo que tú eres el Amor,
y creo que tu voluntad es la expresión de tu amor;
por eso me encomiendo a tu voluntad,
porque me confío a tu amor.
no te alejes de mí,
siéntate en mi lecho de dolor y hazme compañía.
No me dejes solo, tiende tu mano y levántame.
Yo creo que tú eres el Amor,
y creo que tu voluntad es la expresión de tu amor;
por eso me encomiendo a tu voluntad,
porque me confío a tu amor.
Amén.
DUODÉCIMA
ESTACIÓN
Jesús muere en la cruz
El suspiro de las siete palabras
Jesús muere en la cruz
El suspiro de las siete palabras
«Después de
esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la
Escritura dijo: “Tengo sed”. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando
una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la
boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: “Está cumplido”. E, inclinando la
cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19,28-30).
Las siete
palabras de Jesús en la cruz son una obra maestra de esperanza. Jesús,
lentamente, con pasos que también son los nuestros, atraviesa toda la oscuridad
de la noche, para abandonarse confiado en los brazos del Padre. Es el gemido de
los moribundos, el grito de los desesperados, la invocación de los perdedores.
Es Jesús.
«Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Es el grito de Job, de todo
hombre bajo el peso de la desgracia. Y Dios guarda silencio. Calla porque su
respuesta está allí, en la cruz: él mismo, Jesús, es la respuesta de Dios,
Palabra eterna encarnada por amor.
«Acuérdate de
mí…» (Lc 23,42). La invocación fraterna del malhechor, convertido en compañero
de dolor, llega al corazón de Jesús, que siente en ella el eco de su propio
dolor. Y Jesús acoge la súplica: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc
23,42-43). El dolor del otro nos redime siempre, porque nos hace salir de
nosotros mismos.
«Mujer, ahí
tienes a tu hijo…» (Jn 19,26). Pero es su Madre, María, que estaba con Juan al
pie de la cruz, rompiendo el acoso del miedo. La llena de ternura y esperanza.
Jesús ya no se siente solo. Como nos pasa a nosotros cuando junto al lecho del
dolor está quien nos ama. Fielmente. Hasta el final.
«Tengo sed»
(Jn 19,28). Como el niño pide de beber a su mamá; como el enfermo abrasado por
la fiebre… La sed de Jesús es la todos los sedientos de vida, de libertad, de
justicia. Y es la sed del mayor de los sedientos, Dios, que infinitamente más
que nosotros tiene sed de nuestra salvación.
«Está
cumplido» (Jn 19,30). Todo cumplido: cada palabra, cada gesto, cada profecía,
cada instante de la vida de Jesús. El tapiz está completo. Los mil colores del
amor lucen ahora con hermosura. Nada se ha desperdiciado. Nada se ha desechado.
Todo se ha convertido en amor. Todo está cumplido, para mí y para ti. Y, así,
también el morir tiene un sentido.
«Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Ahora, heroicamente,
Jesús sale del miedo a la muerte. Porque si vivimos en el amor gratuito, todo
es vida. El perdón renueva, sana, transforma y consuela. Crea un pueblo nuevo.
Frena las guerras.
«Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Ya no más desesperación ante la nada.
Más bien plena confianza en sus manos de Padre, recostado en su corazón.
Porque, en Dios, cada fragmento se compone finalmente en unidad.
ORACIÓN
Oh Dios, que en la pasión de
Cristo nuestro Señor,
nos has liberado de la muerte, heredad del antiguo pecado,
transmitida a todo el género humano,
renuévanos a imagen de tu Hijo;
y, así como hemos llevado en nosotros por nacimiento
la imagen del hombre terrenal,
haz que, por la acción de tu Espíritu,
llevemos la imagen del hombre celestial.
Por Cristo nuestro Señor.
nos has liberado de la muerte, heredad del antiguo pecado,
transmitida a todo el género humano,
renuévanos a imagen de tu Hijo;
y, así como hemos llevado en nosotros por nacimiento
la imagen del hombre terrenal,
haz que, por la acción de tu Espíritu,
llevemos la imagen del hombre celestial.
Por Cristo nuestro Señor.
Amén.
DECIMOTERCERA
ESTACIÓN
Jesús es bajado de la cruz y entregado a su Madre
El amor es más fuerte de la muerte
Jesús es bajado de la cruz y entregado a su Madre
El amor es más fuerte de la muerte
“Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea,
llamado José, que era también discípulo de Jesús. Este acudió a Pilato a
pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran» (Mt 27,57-58).
Antes de ser
puesto en la tumba, Jesús es entregado finalmente a su Madre. Es el icono de un
corazón destrozado, que nos dice cómo la muerte no impide el último beso de la
madre a su hijo. Postrada ante el cuerpo de Jesús, María se encadena a él en un
abrazo total. Este icono se llama simplemente «Piedad». Es desgarrador, pero
demuestra que la muerte no quiebra el amor. Porque el amor es más fuerte que la
muerte. El amor puro es perdurable. Ha llegado la tarde. La batalla está
vencida. El amor no se ha truncado. Quién está dispuesto a sacrificar su vida
por Cristo, la encontrará. Transfigurada más allá de la muerte.
En esta
trágica entrega, se mezclan lágrimas y sangre. Como en la vida de nuestras
familias, atribuladas a veces por pérdidas imprevistas y dolorosas, creando un
vacío insalvable, sobre todo cuando muere un niño.
Piedad,
entonces, significa hacerse cercanos de los hermanos en luto y que no se
resignan. Es una caridad muy grande cuidar de quien está sufriendo en el cuerpo
llagado, en la mente deprimida, en el ánimo desesperado. Amar hasta el final es
la suprema enseñanza que nos han dejado Jesús y María. Y la misión fraterna
diaria de consuelo, que se nos entrega en este abrazo fiel entre Jesús muerto y
su Madre Dolorosa.
ORACIÓN
Oh, Virgen
de los Dolores,
que en nuestros santuarios nos muestras tu rostro de luz,
mientras que con los ojos hacia el cielo
y las manos abiertas
ofreces al Padre un signo de ofrenda sacerdotal,
la víctima redentora de tu Hijo Jesús.
Muéstranos la dulzura del último fiel abrazo
y danos tu maternal consuelo,
para que el dolor cotidiano
nunca apague la esperanza de vida más allá de la muerte.
que en nuestros santuarios nos muestras tu rostro de luz,
mientras que con los ojos hacia el cielo
y las manos abiertas
ofreces al Padre un signo de ofrenda sacerdotal,
la víctima redentora de tu Hijo Jesús.
Muéstranos la dulzura del último fiel abrazo
y danos tu maternal consuelo,
para que el dolor cotidiano
nunca apague la esperanza de vida más allá de la muerte.
Amén.
DECIMOCUARTA
ESTACIÓN
Jesús es puesto en el sepulcro
El jardín nuevo
Jesús es puesto en el sepulcro
El jardín nuevo
«Había un
huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo
donde nadie había sido enterrado todavía… Allí pusieron a Jesús» (Jn 19,41-42).
Aquel jardín,
donde se encuentra la tumba en la que Jesús fue sepultado, recuerda otro
jardín: el Jardín del Edén. Un jardín que, a causa de la desobediencia, perdió
su belleza y se convirtió en desolación, lugar de muerte en vez de vida.
Las ramas
silvestres que nos impiden respirar la voluntad de Dios, como el apego al
dinero, la soberbia, el derroche de la vida, se han de cortar e injertarlas
ahora en el madero de la cruz. Este es el nuevo jardín: la cruz plantada en la
tierra.
Desde allí,
Jesús puede ahora llevar todo a la vida. Cuando retorne de los abismos
infernales, donde Satanás ha encerrado a muchas almas, comenzará la renovación
de todas las cosas. Aquel sepulcro representa el fin del hombre viejo. Y, como
para Jesús, Dios tampoco ha permitido para nosotros que sus hijos fueran
castigados con la muerte definitiva. La muerte de Cristo abate todos los tronos
del mal, basados en la codicia y la dureza de corazón.
La muerte nos
desarma, nos hace entender que estamos expuestos a una existencia terrenal que
termina. Pero, ante ese cuerpo de Jesús puesto en el sepulcro, tomamos
conciencia de lo que somos: criaturas que, para no morir, necesitan a su
Creador.
El silencio
que rodea ese jardín nos permite escuchar el susurro de una suave brisa: «Yo
soy el que vive, y yo estoy con vosotros» (cf. Ex 3,14). El velo del templo se
rasgó. Finalmente vemos el rostro de nuestro Señor. Y conocemos plenamente su
nombre: misericordia y fidelidad, para no quedar nunca confusos, ni siquiera
ante la muerte, porque el Hijo de Dios fue libre en medio de los muertos (cf.
Sal 87,6 Vulg.).
ORACIÓN
Protégeme, oh Dios, en ti me
refugio.
Tú eres mi heredad y mi copa,
en tus manos está mi vida.
Te pongo siempre ante mí, como mi Señor,
contigo a mi derecha, no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón, se regocija mi alma,
y también mi carne descansa segura.
No abandones mi vida en el abismo
ni dejes a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.
Tú eres mi heredad y mi copa,
en tus manos está mi vida.
Te pongo siempre ante mí, como mi Señor,
contigo a mi derecha, no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón, se regocija mi alma,
y también mi carne descansa segura.
No abandones mi vida en el abismo
ni dejes a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.
Amén.
(cf. Sal 15)
(cf. Sal 15)
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