1. En íntima conexión con el sacramento de la penitencia, se
presenta a nuestra reflexión un tema que guarda una relación muy directa con la
celebración del jubileo: me refiero al don de la indulgencia, que en el año jubilar
se ofrece con especial abundancia, como está previsto en la bula Incarnationis
mysterium y en las disposiciones anexas de la Penitenciaria apostólica.
Se trata de un tema delicado, sobre el que no han faltado
incomprensiones históricas, que han influido negativamente incluso en la
comunión entre los cristianos. En el actual marco ecuménico, la Iglesia siente
la exigencia de que ésta antigua práctica, entendida como expresión
significativa de la misericordia de Dios, se comprenda y acoja bien. En efecto,
la experiencia demuestra que a veces se recurre a las indulgencias con
actitudes superficiales, que acaban por hacer inútil el don de Dios, arrojando
sombra sobre las verdades y los valores propuestos por la enseñanza de la
Iglesia.
2. El punto de partida para comprender la indulgencia es la
abundancia de la misericordia de Dios, manifestada en la cruz de Cristo. Jesús
crucificado es la gran «indulgencia» que el Padre ha ofrecido a la humanidad,
mediante el perdón de las culpas y la posibilidad de la vida filial (cf. Jn
1, 12-13) en el Espíritu Santo (cf. Ga 4, 6; Rm 5, 5; 8, 15-16).
Ahora bien, este don, en la lógica de la alianza que es el
núcleo de toda la economía de la salvación, no nos llega sin nuestra aceptación
y nuestra correspondencia.
A la luz de este principio, no es difícil comprender que la
reconciliación con Dios, aunque está fundada en un ofrecimiento gratuito y
abundante de misericordia, implica al mismo tiempo un proceso laborioso, en el
que participan el hombre, con su compromiso personal, y la Iglesia, con su
ministerio sacramental. Para el perdón de los pecados cometidos después del
bautismo, ese camino tiene su centro en el sacramento de la penitencia, pero se
desarrolla también después de su celebración. En efecto, el hombre debe ser
progresivamente «sanado» con respecto a las consecuencias negativas que el
pecado ha producido en él (y que la tradición teológica llama «penas» y
«restos» del pecado).
3. A primera vista, hablar de penas después del perdón
sacramental podría parecer poco coherente. Con todo, el Antiguo Testamento nos
demuestra que es normal sufrir penas reparadoras después del perdón. En efecto,
Dios, después de definirse «Dios misericordioso y clemente, (...) que perdona
la iniquidad, la rebeldía y el pecado», añade: «pero no los deja impunes» (Ex
34, 6-7). En el segundo libro de Samuel, la humilde confesión del rey David
después de su grave pecado le alcanza el perdón de Dios (cf. 2 S 12,
13), pero no elimina el castigo anunciado (cf. 2 S 12, 11; 16, 21). El
amor paterno de Dios no excluye el castigo, aunque éste se ha de entender
dentro de una justicia misericordiosa que restablece el orden violado en
función del bien mismo del hombre (cf. Hb 12, 4-11).
En ese contexto, la pena temporal expresa la condición de
sufrimiento de aquel que, aun reconciliado con Dios, esta todavía marcado por
los «restos» del pecado, que no le permiten una total apertura a la gracia.
Precisamente con vistas a una curación completa, el pecador está llamado a
emprender un camino de purificación hacia la plenitud del amor.
En este camino la misericordia de Dios le sale al encuentro con
ayudas especiales. La misma pena temporal desempeña una función de «medicina»
en la medida en que el hombre se deja interpelar para su conversión profunda.
Este es el significado de la «satisfacción» que requiere el sacramento de la
penitencia.
4. El sentido de las indulgencias se ha de comprender en este
horizonte de renovación total del hombre en virtud de la gracia de Cristo
Redentor mediante el ministerio de la Iglesia. Tienen su origen histórico en la
conciencia que tenía la Iglesia antigua de que podía expresar la misericordia
de Dios mitigando las penitencias canónicas infligidas para la remisión
sacramental de los pecados. Sin embargo, la mitigación siempre quedaba
balanceada por compromisos, personales y comunitarios, que asumieran, como
sustitución, la función «medicinal» de la pena.
Ahora podemos comprender el hecho de que por indulgencia se
entiende «la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya
perdonados, en cuanto a la culpa, que un fiel, dispuesto y cumpliendo
determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como
administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de
las satisfacciones de Cristo y de los santos» (Enchiridion indulgentiarum,
Normae de indulgentiis, Librería Editora Vaticana 1999, p. 21; cf. Catecismo de
la Iglesia católica, n. 1471).
Así pues, existe el tesoro de la Iglesia, que se «distribuye» a
través de las indulgencias. Esa «distribución» no ha de entenderse a manera de
transferencia automática, como si se tratara de «cosas». Más bien, es expresión
de la plena confianza que la Iglesia tiene de ser escuchada por el Padre
cuando, —en consideración de los méritos de Cristo y, por su don, también de
los de la Virgen y los santos— le pide que mitigue o anule el aspecto doloroso
de la pena, desarrollando su sentido medicinal a través de otros itinerarios de
gracia. En el misterio insondable de la sabiduría divina, este don de intercesión
puede beneficiar también a los fieles difuntos, que reciben sus frutos del modo
propio de su condición.
5. Se ve entonces como las indulgencias, lejos de ser una
especie de «descuento» con respecto al compromiso de conversión, son más bien
una ayuda para un compromiso más firme, generoso y radical. Este compromiso se
exige de tal manera, que para recibir la indulgencia plenaria se requiere como
condición espiritual la exclusión «de todo afecto hacia cualquier pecado,
incluso venial» (Enchiridion indulgentiarum, p. 25).
Por eso, erraría quien pensara que puede recibir este don
simplemente realizando algunas actividades exteriores. Al contrario, se
requieren como expresión y apoyo del camino de conversión. En particular
manifiestan la fe en la abundancia de la misericordia de Dios y en la
maravillosa realidad de la comunión que Cristo ha realizado, uniendo
indisolublemente la Iglesia a sí mismo como su Cuerpo y su Esposa.
Catequesis de S.S. Juan Pablo II en la audiencia general de los miércoles
29 de setiembre de 1999
En
el día del cincuenta aniversario de la solemne apertura del Concilio Vaticano
II el Sumo Pontífice Benedicto XVI ha establecido el inicio de un Año particularmente
dedicado a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación, con la
lectura o, mejor, la piadosa meditación de los Actos del Concilio y de los
artículos del Catecismo de la Iglesia Católica”.
“Ya
que se trata, ante todo, de desarrollar en grado sumo -por cuanto sea posible
en esta tierra- la santidad de vida y de obtener, por lo tanto, en el grado más
alto la pureza del alma, será muy útil el gran don de las indulgencias que la
Iglesia, en virtud del poder conferido de Cristo, ofrece a cuantos que, con las
debidas disposiciones, cumplen las prescripciones especiales para
conseguirlas”.
“Durante
todo el arco del Año de la Fe -convocado del 11 de octubre de 2012 al 24 de
noviembre de 2013- podrán conseguir la Indulgencia plenaria de la pena temporal
por los propios pecados impartida por la misericordia de Dios, aplicable en
sufragio de las almas de los fieles difuntos, todos los fieles verdaderamente
arrepentidos, debidamente confesados, que hayan comulgado sacramentalmente y
que recen según las intenciones del pontífice:
A) Cada vez que participen al menos en tres momentos de predicación
durante las Sagradas Misiones, o al menos, en tres lecciones sobre los Actos
del Concilio Vaticano II y sobre los artículos del Catecismo de la Iglesia en
cualquier iglesia o lugar idóneo.
B) Cada vez que
visiten en peregrinación una basílica papal, una catacumba cristiana o un lugar
sagrado designado por el Ordinario del lugar para el Año de la Fe (por ejemplo
basílicas menores, santuarios marianos o de los apóstoles y patronos) y
participen en una ceremonia sacra o, al menos, se recojan durante un tiempo en
meditación y concluyan con el rezo del Padre nuestro, la Profesión de fe en
cualquier forma legítima, las invocaciones a la Virgen María y, según el caso,
a los santos apóstoles o patronos.
C) Cada vez que en los días determinados por el Ordinario del lugar
para el Año de la Fe, participen en cualquier lugar sagrado en una solemne
celebración eucarística o en la liturgia de las horas, añadiendo la Profesión
de fe en cualquier forma legítima.
D) Un día, elegido libremente, durante el Año de la Fe, para
visitar el baptisterio o cualquier otro lugar donde recibieron el sacramento
del Bautismo, si renuevan las promesas bautismales de cualquier forma legítima.
Los
obispos diocesanos, en los días oportunos o con ocasión de las celebraciones
principales, podrán impartir la Bendición Papal con la Indulgencia plenaria a
los fieles.
Los
fieles que "por enfermedad o justa causa" no puedan salir de casa o
del lugar donde se encuentren, podrán obtener la indulgencia plenaria, si
“unidos con el espíritu y el pensamiento a los fieles presentes,
particularmente cuando las palabras del Sumo Pontífice o de los obispos
diocesanos se transmitan por radio o televisión, recen, allí donde se
encuentren, el Padre nuestro, la Profesión de fe en cualquier forma legítima y
otras oraciones conformes a la finalidad del Año de la Fe ofreciendo sus
sufrimientos o los problemas de su vida”.
SEGUNDA PARTE
LA CELEBRACIÓN DEL MISTERIO CRISTIANO
LA CELEBRACIÓN DEL MISTERIO CRISTIANO
SEGUNDA SECCIÓN:
LOS SIETE SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
LOS SIETE SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
CAPÍTULO SEGUNDO
LOS SACRAMENTOS DE CURACIÓN
LOS SACRAMENTOS DE CURACIÓN
ARTÍCULO 4
EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN
1422 "Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la
misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo
tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella
les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones" (LG 11).
1470 En este sacramento, el pecador, confiándose al juicio misericordioso
de Dios, anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido
al fin de esta vida terrena. Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es
ofrecida la elección entre la vida y la muerte, y sólo por el camino de la
conversión podemos entrar en el Reino del que el pecado grave nos aparta (cf 1
Co 5,11; Ga 5,19-21; Ap 22,15). Convirtiéndose a Cristo por la penitencia y la
fe, el pecador pasa de la muerte a la vida "y no incurre en juicio" (Jn 5,24).
1471 La doctrina y la práctica de las indulgencias en la Iglesia están
estrechamente ligadas a los efectos del sacramento de la Penitencia.
Qué son las indulgencias
"La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya
perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo
determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como
administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de
las satisfacciones de Cristo y de los santos" (Pablo VI,
Const. ap.
Indulgentiarum
doctrina, normas 1).
"La indulgencia es parcial o plenaria según libere de la pena temporal debida
por los pecados en parte o totalmente" (Indulgentiarum
doctrina, normas 2).
"Todo fiel puede lucrar para sí mismo o aplicar por los difuntos, a manera de
sufragio, las indulgencias tanto parciales como plenarias" (CIC
can 994).
Las penas del pecado
1472 Para entender esta doctrina y esta práctica de la Iglesia es preciso
recordar que el pecado tiene una doble consecuencia. El pecado grave nos
priva de la comunión con Dios y por ello nos hace incapaces de la vida eterna,
cuya privación se llama la "pena eterna" del pecado. Por otra parte, todo
pecado, incluso venial, entraña apego desordenado a las criaturas que es
necesario purificar, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en el
estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera de lo que se llama la
"pena temporal" del pecado. Estas dos penas no deben ser concebidas como una
especie de venganza, infligida por Dios desde el exterior, sino como algo que
brota de la naturaleza misma del pecado. Una conversión que procede de una
ferviente caridad puede llegar a la total purificación del pecador, de modo que
no subsistiría ninguna pena (cf Concilio de Trento: DS 1712-13; 1820).
1473 El perdón del pecado y la restauración de la comunión con Dios
entrañan la remisión de las penas eternas del pecado. Pero las penas temporales
del pecado permanecen. El cristiano debe esforzarse, soportando pacientemente
los sufrimientos y las pruebas de toda clase y, llegado el día, enfrentándose
serenamente con la muerte, por aceptar como una gracia estas penas temporales
del pecado; debe aplicarse, tanto mediante las obras de misericordia y de
caridad, como mediante la oración y las distintas prácticas de penitencia, a
despojarse completamente del "hombre viejo" y a revestirse del "hombre nuevo"
(cf. Ef 4,24).
En la comunión de los santos
1474 El cristiano que quiere purificarse de su pecado y santificarse con
ayuda de la gracia de Dios no se encuentra solo. "La vida de cada uno de los
hijos de Dios está ligada de una manera admirable, en Cristo y por Cristo, con
la vida de todos los otros hermanos cristianos, en la unidad sobrenatural del
Cuerpo místico de Cristo, como en una persona mística" (Pablo VI, Const.
ap.
Indulgentiarum
doctrina, 5).
1475 En la comunión de los santos, por consiguiente, "existe entre los
fieles, tanto entre quienes ya son bienaventurados como entre los que expían en
el purgatorio o los que que peregrinan todavía en la tierra, un constante
vínculo de amor y un abundante intercambio de todos los bienes" (Ibíd). En este intercambio admirable, la santidad de uno aprovecha a los otros,
más allá del daño que el pecado de uno pudo causar a los demás. Así, el recurso
a la comunión de los santos permite al pecador contrito estar antes y más
eficazmente purificado de las penas del pecado.
1476 Estos bienes espirituales de la comunión de los santos, los llamamos
también el tesoro de la Iglesia, "que no es suma de bienes, como lo son
las riquezas materiales acumuladas en el transcurso de los siglos, sino que es
el valor infinito e inagotable que tienen ante Dios las expiaciones y los
méritos de Cristo nuestro Señor, ofrecidos para que la humanidad quedara libre
del pecado y llegase a la comunión con el Padre. Sólo en Cristo, Redentor
nuestro, se encuentran en abundancia las satisfacciones y los méritos de su
redención " (Indulgentiarum
doctrina, 5).
1477 "Pertenecen igualmente a este tesoro el precio verdaderamente
inmenso, inconmensurable y siempre nuevo que tienen ante Dios las oraciones y
las buenas obras de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos que se
santificaron por la gracia de Cristo, siguiendo sus pasos, y realizaron una obra
agradable al Padre, de manera que, trabajando en su propia salvación, cooperaron
igualmente a la salvación de sus hermanos en la unidad del Cuerpo místico" (Indulgentiarum
doctrina, 5).
La indulgencia de Dios se obtiene por medio de la Iglesia
1478 Las indulgencias se obtienen por la Iglesia que, en virtud del poder
de atar y desatar que le fue concedido por Cristo Jesús, interviene en favor de
un cristiano y le abre el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos para
obtener del Padre de la misericordia la remisión de las penas temporales debidas
por sus pecados. Por eso la Iglesia no quiere solamente acudir en ayuda de este
cristiano, sino también impulsarlo a hacer a obras de piedad, de penitencia y de
caridad (cf
Indulgentiarum
doctrina, 8; Concilio. de Trento: DS 1835).
1479 Puesto que los fieles difuntos en vía de purificación son también
miembros de la misma comunión de los santos, podemos ayudarles, entre otras
formas, obteniendo para ellos indulgencias, de manera que se vean libres de las
penas temporales debidas por sus pecados.
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