7 de
septiembre de 2013.- (Radio Vaticana)
Al caer la tarde del sábado 7 de septiembre una Plaza
de San Pedro repleta de fieles y peregrinos -más de cien mil- reunida en torno
al Papa Francisco alzó su súplica por la paz en Siria, Oriente Medio y el mundo
entero.
En la Jornada de oración y ayuno por él convocada, el Obispo de Roma ha
preguntado si el mundo que queremos “¿no es un mundo de armonía y de paz, dentro de
nosotros mismos, en la relación con los demás, en las familias, en las
ciudades, en y entre las naciones?” Esta armonía y paz no es posible, reflexionó el Santo Padre “cuando el hombre piensa sólo en
sí mismo, en sus propios intereses y se pone en el centro, cuando se deja
fascinar por los ídolos del dominio y del poder, cuando se pone en el lugar de
Dios, entonces altera todas las relaciones, arruina todo; y abre la puerta a la
violencia, a la indiferencia, al enfrentamiento.”
“¿Es posible seguir otro camino? ¿Podemos salir de esta espiral de dolor
y de muerte? ¿Podemos aprender de nuevo a caminar por las sendas de la paz?” ha preguntado el Papa, asegurando que sí, es
posible para todos. “Esta noche me gustaría que desde todas las partes de la tierra
gritásemos: Sí, es posible para todos. Más aún, quisiera que cada uno de
nosotros, desde el más pequeño hasta el más grande, incluidos aquellos que
están llamados a gobernar las naciones, dijese: Sí, queremos.”
“¡Cómo
quisiera que por un momento todos los hombres y las mujeres de buena voluntad
mirasen la Cruz! Allí se puede leer la respuesta de Dios: allí, a la violencia
no se ha respondido con violencia, a la muerte no se ha respondido con el
lenguaje de la muerte. En el silencio de la Cruz calla el fragor de las armas y
habla el lenguaje de la reconciliación, del perdón, del diálogo, de la paz.”
El texto completo de la homilía del Santo Padre es el siguiente:
«Y vio
Dios que era bueno» (Gn 1,12.18.21.25). El relato bíblico de los orígenes del
mundo y de la humanidad nos dice que Dios mira la creación, casi como
contemplándola, y dice una y otra vez: Es buena.
Nos introduce así en el
corazón de Dios y, de su interior, recibimos este mensaje.
Podemos
preguntarnos: ¿Qué significado tienen estas palabras? ¿Qué nos dicen a ti, a
mí, a todos nosotros?
1. Nos
dicen simplemente que nuestro mundo, en el corazón y en la mente de Dios, es
"casa de armonía y de paz" y un lugar en el que todos pueden
encontrar su puesto y sentirse "en casa", porque "es
bueno". Toda la creación forma un conjunto armonioso, bueno, pero sobre
todo los seres humanos, hechos a imagen y semejanza de Dios, forman una sola
familia, en la que las relaciones están marcadas por una fraternidad real y no
sólo de palabra: el otro y la otra son el hermano y la hermana que hemos de
amar, y la relación con Dios, que es amor, fidelidad, bondad, se refleja en
todas las relaciones humanas y confiere armonía a toda la creación. El mundo de
Dios es un mundo en el que todos se sienten responsables de todos, del bien de
todos. Esta noche, en la reflexión, con el ayuno, en la oración, cada uno de
nosotros, todos, pensemos en lo más profundo de nosotros mismos: ¿No es ése el
mundo que yo deseo? ¿No es ése el mundo que todos llevamos dentro del corazón?
El mundo que queremos ¿no es un mundo de armonía y de paz, dentro de nosotros
mismos, en la relación con los demás, en las familias, en las ciudades, en y
entre las naciones? Y la verdadera libertad para elegir el camino a seguir en
este mundo ¿no es precisamente aquella que está orientada al bien de todos y
guiada por el amor?
2. Pero
preguntémonos ahora: ¿Es ése el mundo en el que vivimos? La creación conserva
su belleza que nos llena de estupor, sigue siendo una obra buena. Pero también
hay "violencia, división, rivalidad, guerra". Esto se produce cuando
el hombre, vértice de la creación, pierde de vista el horizonte de belleza y de
bondad, y se cierra en su propio egoísmo.
Cuando el
hombre piensa sólo en sí mismo, en sus propios intereses y se pone en el
centro, cuando se deja fascinar por los ídolos del dominio y del poder, cuando
se pone en el lugar de Dios, entonces altera todas las relaciones, arruina
todo; y abre la puerta a la violencia, a la indiferencia, al enfrentamiento.
Eso es exactamente lo que quiere hacernos comprender el pasaje del Génesis en
el que se narra el pecado del ser humano: El hombre entra en conflicto consigo
mismo, se da cuenta de que está desnudo y se esconde porque tiene miedo (Gn
3,10), tiene miedo de la mirada de Dios; acusa a la mujer, que es carne de su
carne (v. 12); rompe la armonía con la creación, llega incluso a levantar la
mano contra el hermano para matarlo. ¿Podemos decir que de la "armonía"
se pasa a la "desarmonía"? No, no existe la "desarmonía": o
hay armonía o se cae en el caos, donde hay violencia, rivalidad,
enfrentamiento, miedo…
Precisamente
en medio de este caos, Dios pregunta a la conciencia del hombre: «¿Dónde está
Abel, tu hermano?». Y Caín responde: «No sé, ¿soy yo el guardián de mi
hermano?» (Gn 4,9). Esta pregunta se dirige también a nosotros, y también a
nosotros nos hará bien preguntarnos: ¿Soy yo el guardián de mi hermano? Sí, tú
eres el guardián de tu hermano. Ser persona humana significa ser guardianes los
unos de los otros. Sin embargo, cuando se pierde la armonía, se produce una
metamorfosis: el hermano que deberíamos proteger y amar se convierte en el
adversario a combatir, suprimir. ¡Cuánta violencia se genera en ese momento, cuántos
conflictos, cuántas guerras han jalonado nuestra historia! Basta ver el
sufrimiento de tantos hermanos y hermanas. No se trata de algo coyuntural, sino
que es verdad: en cada agresión y en cada guerra hacemos renacer a Caín. ¡Todos
nosotros! Y también hoy prolongamos esta historia de enfrentamiento entre
hermanos, también hoy levantamos la mano contra quien es nuestro hermano.
También hoy nos dejamos llevar por los ídolos, por el egoísmo, por nuestros
intereses; y esta actitud va a más: hemos perfeccionado nuestras armas, nuestra
conciencia se ha adormecido, hemos hecho más sutiles nuestras razones para
justificarnos. Como si fuese algo normal, seguimos sembrando destrucción,
dolor, muerte. La violencia, la guerra traen sólo muerte, hablan de muerte. La
violencia y la guerra utilizan el lenguaje de la muerte.
3. En
estas circunstancias, me pregunto: ¿Es posible seguir otro camino? ¿Podemos
salir de esta espiral de dolor y de muerte? ¿Podemos aprender de nuevo a
caminar por las sendas de la paz? Invocando la ayuda de Dios, bajo la mirada
materna de la Salus populi romani, Reina de la paz, quiero responder: Sí, es
posible para todos. Esta noche me gustaría que desde todas las partes de la
tierra gritásemos: Sí, es posible para todos. Más aún, quisiera que cada uno de
nosotros, desde el más pequeño hasta el más grande, incluidos aquellos que
están llamados a gobernar las naciones, dijese: Sí, queremos. Mi fe cristiana
me lleva a mirar a la Cruz. ¡Cómo quisiera que por un momento todos los hombres
y las mujeres de buena voluntad mirasen la Cruz! Allí se puede leer la
respuesta de Dios: allí, a la violencia no se ha respondido con violencia, a la
muerte no se ha respondido con el lenguaje de la muerte. En el silencio de la
Cruz calla el fragor de las armas y habla el lenguaje de la reconciliación, del
perdón, del diálogo, de la paz.
Quisiera pedir al Señor, esta noche, que
nosotros cristianos, los hermanos de las otras religiones, todos los hombres y
mujeres de buena voluntad gritasen con fuerza: ¡La violencia y la guerra nunca
son camino para la paz! Que cada uno mire dentro de su propia conciencia y
escuche la palabra que dice: Sal de tus intereses que atrofian tu corazón,
supera la indiferencia hacia el otro que hace insensible tu corazón, vence tus
razones de muerte y ábrete al diálogo, a la reconciliación; mira el dolor de tu
hermano y no añadas más dolor, detén tu mano, reconstruye la armonía que se ha
perdido; y esto no con la confrontación, sino con el encuentro. ¡Que se acabe
el sonido de las armas! La guerra significa siempre el fracaso de la paz, es
siempre una derrota para la humanidad. Resuenen una vez más las palabras de
Pablo VI: «Nunca más los unos contra los otros; jamás, nunca más… ¡Nunca más la
guerra! ¡Nunca más la guerra!» (Discurso a las Naciones Unidas, 4 octubre 1965:
AAS 57 [1965], 881). «La Paz se afianza solamente con la paz; la paz no
separada de los deberes de la justicia, sino alimentada por el propio
sacrificio, por la clemencia, por la misericordia, por la caridad» (Mensaje
para la Jornada Mundial de la Paz 1976: AAS 67 [1975], 671). Perdón, diálogo,
reconciliación son las palabras de la paz: en la amada nación siria, en Oriente
Medio, en todo el mundo.
Recemos por la reconciliación y por la paz,
contribuyamos a la reconciliación y a la paz, y convirtámonos todos, en
cualquier lugar donde nos encontremos, en hombres y mujeres de reconciliación y
de paz. Amén.
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